La Ordalia en el S XXI

Hebe de Bonafini y los desaparecidos “dudosos”

por Luis Mattini

Uno de los lastres que arrastran los progresistas o los «revolucionarios» progresistas (es decir quienes todavía sostienen la ideología del progreso) es no comprender que la relación entre magia, mito, religión y ciencia no sigue un proceso «superador» en espiral ascendente, sino que en todo momento histórico conviven en cada sociedad y en cada individuo, en cada uno de nosotros y nosotras.
Así, por ejemplo en pleno reino de la sociedad juridica-racional actual, (capitalista o «socialista»), en pleno estado de derecho, pareciera que persiste de contrabando la Ordalía, el Juicio de Dios, que se creía erradicado de la sociedad occidental a partir del siglo XII. Como se sabe, la Ordalía era un método «jurídico» antiquisimo que atravesó muchas sociedades paganas, que el cristianismo «civilizó» con formas canónicas, y que consistía en someter al acusado a pruebas físicas, como por ejemplo caminar sobre brasas, sostener con la mano un hierro candente, meter el brazo en agua hirviente, beber un veneno, etc. Si no se moría, o quedaba apenas afectado, era inocente porque Dios habría dispuesto formas para que el cuerpo resistiera las quemaduras y el mal que fuere. Por ello se la llamó también «Juicio de Dios (y de allí vienen expresiones como «poner las manos en el fuego» o «prueba de fuego»)
Preguntémonos entonces si no es una Ordalia, exigir a los militantes, revolucionarios, activistas o a cualquier persona detenida y torturada, resistir la tortura como prueba de su fortaleza, lealtad a la causa, valentía y sinceridad de sus actos.
Tal es el caso cuando Hebe de Bonafini arroja dudas sobre el re-desaparecido Jorge Julio López.
Pero esta posición de Hebe que tanto escandaliza y sorprende, no es nueva. Es sabido que ella siempre desconfió, por decirlo suave, de todo sobreviviente. Tampoco es patrimonio de Hebe, es la consecuencia de rescatar del setentismo, en forma acrítica, sólo la épica.
Ahora bien, esa «desconfianza» sobre todo sobreviviente que, llevada a sus extremos, podría incluirnos a todos los que quedamos vivos, sigue siendo asunto polémico en los ámbitos de los organismos de derechos humanos y, en general en todo sitio relacionado a esta historia y es una de las herencias más negativas del cuerpo de creencias que sostuvimos en las organizaciones armadas y no armadas de los setenta.
Ese cuerpo de creencias, con sus matices, tuvo enorme fuerza en el movimiento revolucionario argentino. La paradoja es que pareciera ser que cuanto más marxista, o sea supuestamente más laica, materialista y racional, más se arraigaba la superstición de la Ordalía mágico-religiosa. Dicho de otra manera, en ese aspecto fuimos más cristianos que los propios cristianos. Dejo para otros las comparaciones entre las diferentes corrientes ideológicas; en todo caso yo me hago cargo y mi autocrítica es desde el marxismo en general y desde el PRT-ERP en particular.
En efecto: la idea de que los revolucionarios en todos los casos resistían la tortura sin abrir la boca, y ello sería precisamente prueba de su carácter de revolucionario, concretamente de fortaleza ideológica, atravesaba nuestro cuerpo de creencias, a punto tal de ser precisamente eso: una «prueba de fuego», mayor prueba aún que dar la vida. Más todavía, se establecía una categorización darwiniana. En el caso del PRT se suponía que los cuadros del Buró Político, (estadio supremo de la evolución) por su carácter de cuadros máximos no podrían ser «quebrados» en absoluto; en el escalón inferior siguiente, el Comité Central, un poco menos absoluto y así sucesivamente, hasta la categoría simpatizante, en donde dada la «insuficiencia ideológica», era esperable la «debilidad». Asimismo, las sanciones correspondientes por no pasar la prueba, es decir por «cantar » pese a la tortura, iban en la misma jerarquía: gravísima, grave, menos grave, no grave y no sancionable. Esta seguridad absoluta de que los cuadros no podían ser «quebrados», llegaba hasta el punto suicida de que no cambiábamos preventivamente de casa ante la caída de uno de nuestros pares que la conocía. Además a esta categorización jerárquica se sumaba la clasista: un obrero industrial merecía toda la confianza, le seguía el campesino y por allá abajo, a la distancia, el «pequeño burgués».
Pero esto no sólo era una práctica sino un parámetro esencial en la discusión ideológica. Una medida del grado de fortaleza ideológica, y por ende posesión de la verdad, de una organización. Por ejemplo, cuando algunos dirigentes Tupamaros que trabajaban con nosotros después del golpe en Uruguay, propusieron aplicar el criterio de los maquis franceses de pedirle al compañero caído que «aguante» un determinado lapso (cuatro horas por ejemplo) para dar tiempo a resguardar todo lo por él conocido y luego quedaba en libertad de usar discriminadamente la información para aliviar la tortura, nosotros argumentamos escolásticamente que esos criterios eran producto de una ideología burguesa, por lo demás «derrotistas».
¿Cómo se infiltró la Ordalía medieval en organizaciones supuestamente «científicas»?
Ocurre que nuestra inspiración fundamental era la historia de las revoluciones. Pero no cualquier versión de la historia, sino la historia como épica. Los ganadores suelen contar la historia como épica, burgueses o «socialistas», «ganadores» al fin y al cabo, porque ese modo de ver la historia de inherente al Poder. Y de esa historia épica de las revoluciones, nosotros recogíamos esos ejemplos de «fortaleza ideológica», Así el libro «Reportaje al pie del Patíbulo», (la historia de Julius Fusik un checo que resistió la tortura de los nazis), fue texto de cabecera. Por otro lado, libros, cine, pinturas, afiches, canciones, soviéticos, chinos, vietnamitas, argelinos, latinoamericanos, contaban cómo los revolucionarios resistían la tortura. Los franceses en cambio, como para confirmar ese supuesto «nítido racionalismo francés» del que hablaba Engels, esos maquis, mayoritariamente comunistas, sabían por experiencia del cuerpo, que no puede saberse a priori cuanto es capaz de resistir un ser humano y menos reglarlo con darwinianas categorías orgánicas. Pero los maquis franceses eran –para nuestro credo– «pequeño burgueses». Por otra parte, los libros testimonios que contradecían la creencia se esquivaban por derrotistas o «contrarevolucionarios»; por ejemplo la obra de Jan Valtin «La Noche Quedó Atrás», en donde el protagonista, un comunista alemán, revolucionario sin lugar a dudas, relata cómo se «quebró» por las torturas que le infligieron los nazis. O bien el caso del filme «La Batalla de Argel» que utilizamos sólo como denuncia, como muestra de la brutalidad de la represión, sin analizar los resultados que mostraba esa obra maestra de la ficción-documental. Como cruel ironía ese filme fue manual de los instructores franceses que enseñaban las técnicas contrainsurgentes a los militares latinoamericanos y yanquis.
Desde luego, que yo asumo la responsabilidad, como militante, y como ex dirigente, de haber compartido esa visión épica e impulsado estas creencias, las que fueron verdaderos contrabandos burgueses en nuestros deseos libertarios. Hay que decir también, no como justificativo, sino como dato de aquella realidad, que, por lo menos durante un largo tiempo, la mayoría de los compañeros y compañeras, incluidos varios miembros del Buró Político, habían soportado la tortura sin soltar información y ese hecho constatado afirmaba la creencia.
Más adelante, cuando el Terrorismo de Estado se desató en toda su virulencia, cuando los hechos parecían verificar que información obtenida bajo tortura desmentía esas creencias, nuestras búsquedas se extendieron, nuestro espíritu se amplió a fuerza de golpes, nuestros oídos fueron más receptibles a otras fuentes de información y así supimos, por ejemplo, que los soviéticos solían fusilar «preventivamente» a sus propios combatientes quienes, habiendo quedado en la retaguardia del enemigo, se jugaban la vida para atravesar las líneas y presentarse a continuar en el frente. Lo mismo solía ocurrir con los prisioneros soviéticos que lograban escapar de las garras nazis y regresar a la lucha. El miedo al «quebrado» y potencialmente reclutado por el enemigo, desató una criminal paranoia. ¿Dónde quedaba entonces la tan propagandizada confianza en la fortaleza ideológica? ¿Por qué se desconfiaba de esa manera a esos héroes después popularizados por el cine heroico? («La balada del soldado»; «Hijo de hombre»; etc) ¿Quería decir entonces que esa machaca sobre la heroicidad, sobre la supremacía de la ideología por encima del cuerpo era un discurso para afuera?
Con todo, porque los seres humanos solemos ser tozudos en las creencias, se podía pensar que esas informaciones sobre la realidad podrían ser distorsionadas, exageradas, aprovechadas por la propaganda burguesa o la oposición trotskista. Sin embargo, en mi caso, la creencia se derrumbó en forma abrupta en 1977, en oportunidad en que elaboraba con altos especialistas de los servicios de seguridad de un país socialista, las causas de la eficacia represiva de los militares argentinos que estaban destrozando nuestras últimas resistencias. (No conocíamos todavía la doctrina francesa) Ante la hipótesis, por parte de estos especialistas, de que gran parte de la información la obtendrían por la vía de la tortura, yo argumenté en forma enfática que nuestros revolucionarios mueren sin hablar. Entonces uno de los especialistas presentes me respondió con una mueca de terrible ironía «Oiga compañero, los soviéticos nos enseñaron que todo el que tiene lengua habla, es cuestión de tiempo y de método». Es difícil transmitir mi sentimiento frente a esta afirmación proveniente de un revolucionario que se había entrenado en la Unión Soviética como aparato de seguridad del Estado. El lector puede calibrar todo el monstruoso significado de esa afirmación hecha, no por un «intelectual disidente» o un taxista disconforme de la Plaza Roja, sino por –perdón por la machaca– por un alto funcionario de un estado revolucionario. Mientras el escalofrío me recorría la espina dorsal, no pude evitar pensar ¿Por qué no se meterán donde no da el sol las toneladas de publicaciones sobre la heroicidad individual durante la Gran Guerra Patria? Y entonces sentí cuan sabio había sido el viejo Luis Franco cuando escribió que Nuremberg debería haber colgado a los cuatro: Hitler, Churchil, Roosevelt y Stalin.
Después aparecerían los sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura, «cuadros» o simpatizantes, obreros o «pequeño burgueses», quienes muchas veces con vergüenza, porque quedaban resabios de las creencias compartidas, pero con valentía, relataron el infierno y sus conductas en el mismo
Años más tarde, compañeros y compañeras que habían estado presos, que habían sido torturados y no habían hablado, confirmaron esa idea de «cuestión de tiempo y método». «Mirá flaco, a mi me dieron máquina fuerte durante x tiempo y lo soporté al límite, pero no te puedo asegurar qué hubiera pasado si me daban un minuto, una hora, un día, una semana o un mes más, nadie puede saber los límites de cada individuo» Y también, todo hay que decirlo si queremos un debate sano, hay compañeros que pasaron por las mismas circunstancias, es decir que fueron torturados y no hablaron, que condenan a los que no resistieron y se mantienen aferrados a la vieja épica del culto a los héroes.
Porque el culto a los héroes, culto propio del discurso del poder, es el mayor contrabando ideológico metido en los movimientos emancipatorios. La revolución es obra de seres humanos comunes, cuya virtud es el compromiso con el deseo, la rebeldía contra lo existente. Los héroes de la épica son un invento griego y por algo no eran hombres sino dioses. Nuestros «héroes» libertarios no son dioses, son mujeres y hombres frágiles, pletóricos de vida. Nada más gráfico para expresarlo que el humor de Quino: su personaje Felipe, frente a una estatua que reza: «luchador incansable», piensa: «la gracia es cansarse y seguir luchando»
«El cáncer de la revolución es llevar lo peor de lo viejo en el corazón de lo nuevo», afirma Miguel Benasayag también ex preso que tampoco habló bajo la tortura (escribió un libro muy recomendable al respecto: «Utopía y Libertad») Trabajó el tema intentando conceptualizarlo y develó el carácter profundamente épico-machista, narcisista, de la creencia de la que estamos hablando. En su tarea de ayudar a recuperarse a compañeros que no soportaron «la prueba» y no podían con su propia «culpa», Miguel da un argumento contundente, demoledor: si pasar por la tortura es un combate, condenar al que no la resistió sería como condenar a quien «perdió» un combate por razones personales, con la consecuente apología de quien «ganó» un combate. Pero además nos brinda unas reflexiones que tienen que ver con el presente: sostiene Miguel que para él la construcción de un mundo de justicia, o por lo menos más justo, debe pasar por la posibilidad de asumir precisamente la fragilidad, que no es ni la fuerza de algunos, ni la debilidad de otros sino, bien por el contrario, compartir esa fragilidad inherente de la vida. Buscar que la vida no sea más esta lucha de todos contra todos. Clasificar a las gentes por sus fuerzas o debilidades es un contrasentido, afirma Miguel, contrasentido que por otra parte niega la multiplicidad real del ser humano, y que el individualismo burgués justamente odia, ya que quiere que las gentes sean A=A, siempre iguales. Hablar no hablar, ganar perder, son momentos, totalidades concretas, pero que justamente –aunque eso les de horror a los defensores de la moral disciplinaria y represiva–, nunca permiten saber quién es alguien definitivamente. Porque como enseñaba Spinoza, nunca sabemos lo que un cuerpo puede.
Puede verse el contenido profundamente burgués, machista de ese criterio criticado por Miguel, que se inscribe, como dije al principio, en una visión épica de la historia, divorciada de la vida y que nos retrotrajo al uso de la Ordalía, a punto tal que la víctima del Terrorismo de Estado, como en el caso del crimen de la violación, se transforma en culpable y puede demostrar su inocencia sólo si sale inmune de caminar por las brasas.

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