Fotomanipulación de esta imagen: https://flic.kr/p/2kpSv43 TRUMP RALLY at Lower Senate Park near C Street between Delaware Avenue and First Street, NE, Washington DC on Wednesday morning, 6 January 2021 by Elvert Barnes Photography

Juventud, divino tesoro: jóvenes, zurdos y yanquis

por Pablo Pozzi

Ayer el amigo Roberto Ferrero me reenvió el artículo de Argemino Barro, publicado en El Ágora en junio de 2020, y el certero comentario de Roberto Rovasio. Ambos hacen referencia al libro The Coddling of the American Mind (2019) de los sociólogos Greg Lukianoff y Jonathan Haidt. El libro tiene un título complejo para los hispanoparlantes, ya que coddling hace referencia a mimar o consentir, o sea, sería algo así como Mimando la Mente Norteamericana. En realidad, ambos autores se inscriben en una larga tradición de la sociología norteamericana que, haciendo oídos sordos a los finos análisis de Robert y Helen Lynd y de Wright Mills, pretenden en base a algunas encuestas comprender «las nuevas tendencias» en diversos grupos etarios y que esconden una postura política de derecha tras un lenguaje pretendidamente científico. En este caso, se trata de «estudiar las nuevas tendencias entre la juventud» norteamericana.

Ahora, mucho peor que los dos autores sociológicos, cuya simplificación de los problemas sociales está a la altura de McDonald’s para el arte culinario y Budwiser para la cerveza, son los problemas del reseñador Barros que parece aceptar a pies juntillas todo lo que dice el libro. En realidad, Barros está interesado en lo que denomina una «nueva horneada de “guerreros de justicia social” que se ha gestado en las universidades y que empieza a tomar posiciones de responsabilidad». Para esto hace referencia a la destrucción de algunas estatuas de generales confederados de la Guerra Civil y de que han impedido a personajes de derecha, como el conservador Charles Murray, dar conferencias en lugares como Middlebury College. De ahí, junto con Lukianoff y su coautor, contabilizan 379 acciones similares en 18 años, para luego repetir que «la proporción de docentes [universitarios] izquierdistas frente a los conservadores era de cinco a uno», mientras que en la Humanidades esta proporción era de 10 a 1. Todo para asegurarnos que la nueva generación de universitarios norteamericanos, «furiosos y despiertos» (angry and woke), han evolucionado hacia la izquierda. Es indudable que la juventud norteamericana es el nuevo faro de revolución mundial… hasta que empezamos a examinar con cuidado lo que dicen estos buenos señores.

Primero, dejemos de lado el tema de las estatuas, ya que fueron algunos (pocos) casos hace unos tres años, y estaban más vinculados con Black Lives Matter que con «universitarios». La pregunta real es: ¿están evolucionando hacia la izquierda la juventud norteamericana? ¿Están llenos de izquierdistas los claustros docentes universitarios? La prensa mundial insiste que sí, que son todos Sandernistas y que valoran «el socialismo». Dejemos de lado que la propuesta de Bernie Sanders es una especie de actualización por derecha del New Deal de Franklin Roosevelt y que el mismo proyecto de FDR estaba muy a la derecha de sus contemporáneos Perón o Cárdenas, sobre todo en cuanto a derechos de los trabajadores y de las mujeres establecidos en nuevas constituciones, Bernie solo puede ser considerado «de izquierda» en una sociedad donde el movimiento hacia la ultraderecha ha sido constante desde la presidencia de Reagan. Pensemos que Clinton, Obama y Biden son considerados centroizquierda por el New York Times. ¿Y los profesores? No sé en qué se basan las estadísticas de esta «infiltración» pero pensemos que para Estados Unidos Kennedy era un zurdo. Digamos, es un uso discrecional de números sin sustento.

Segundo, ¿y los jóvenes? Ahí la pregunta debería ser: ¿cuáles? Casi todos los estudios sobre la juventud norteamericana (honrosas excepciones son Mike Davis y Loic Wacqant) se basan en algunos datos extraídos de las universidades de elite de las dos costas. O sea, nos piden suponer que la juventud se encuentra representada en Harvard, Yale y Berkeley. En esto es notable que, sociólogos al fin, dejen de lado todo tipo de análisis de clase. Harvard tiene algunos becados y una gran masa de alumnos que pagan de matrícula la perfumada suma de 53.968 dólares anuales. Pero se queda atrás de Columbia University, cuyo costo supera los 60 mil dólares. Debería ser evidente que estos jóvenes son típicos, o por lo menos típicos burgueses. Pero aun fuera de las universidades de elite, los colleges estaduales y públicos, como los de Illinois, cuestan diez mil dólares anuales de matrícula. En un contexto donde un obrero calificado percibe cerca de 36000 dólares anuales en bruto, a lo cual hay que descontar 25% en impuestos, y luego contemplar un alquiler de unos mil mensuales (la mayoría no son propietarios), es evidente que los hijos de un trabajador no van a la universidad. Y si llegan a ir, luego de sacar préstamos, hipotecar la vivienda familiar, se pasan el resto de la vida pagando los costos de haber estudiado. A menos que hayas ido a Harvard, donde el salario promedio del egresado se calcula en unos 140 mil dólares anuales… claro, eso sin que nos digan si están trabajando el bufete de papá o en el banco de mamá o, mejor aun, donde los contactos hechos mientras estudiaban les facilitaron el camino. Más que una buena educación, Harvard cobra la posibilidad de pertenecer a la elite. ¿Y el resto? Bueno, alguien tiene que ejercer todos esos trabajos que la elite no desea.

Tercero, pero aún así el análisis está mal y adolece de una sobre simplificación. En parte porque muchísimas universidades norteamericanas cuentan con agrupaciones (las llaman chapters) de los Jóvenes Republicanos, y porque Trump triunfó en muchos estados donde se supone que la juventud se ha izquierdizado. Luego porque muchos jóvenes norteamericanos de universidades de elite son «progres» mientras son estudiantes y se vuelcan a la derecha una vez que se convierten en «exitosos» profesionales. ¿Y los otros? Bueno, la tendencia de mayor crecimiento en la juventud norteamericana es el evangelismo, sobre todo en lugares como Texas y el resto del Bible Belt (Cinturón Bíblico). De hecho, en los últimos cuarenta años han surgido docenas de universidades evangélicas y ultraderechistas como la Oral Roberts University, o la Liberty University, o la Bob Jones University. Si, además, cruzamos franja etaria con clase social vamos a descubrir que la vasta mayoría de los jóvenes norteamericanos no son ni serán universitarios. De estos jóvenes trabajadores, una cantidad muy importante se han politizado hacia la derecha nutriendo las filas del trumpismo, que continúa reteniendo un 42 % de adhesión más allá de la ingente campaña de los medios norteamericanos por desacreditarlo. Basta ver las fotos del famoso «asalto al Capitolio» (que de asalto tuvo poco y nada) para ver que la mayoría de los manifestantes pertenecía a la franja de 15 a 35 años. Mi suposición es si Trump recibió 47 % del voto en 2020, entonces es probable que 47 % de la juventud lo haya votado. De hecho, la información disponible revela que el voto trumpista es considerablemente mayor entre mujeres y jóvenes trabajadores, e inclusive es mayor que en años anteriores entre obreros negros e hispanos. En cambio, entre la juventud universitaria perdió lejos. Pero aún así eso supone que los jóvenes votantes de Biden eran progresistas de alguna manera. Nada parece indicar eso. Lo que sí hay datos disponibles es que eran votantes anti Trump.

Por último, Barros, al igual que los autores de Coddling, hace mucho de poca cosa: 379 casos de bloquear conferencistas en 18 años. ¿Eso es mayor, menor o igual a años anteriores? Qué uso más pobre de las estadísticas. En realidad, da un poco más de 20 casos por año. ¿Todos fueron progresistas que rechazaban La cabaña del Tio Tom por racista o Matar a un Ruiseñor por lo mismo o a Mujercitas por discriminar a la mujer? Si examinamos un poco los casos, veremos que hubo de todo. Pero preponderantes entre ellos están las movilizaciones de estudiantes sionistas en contra de oradores propalestinos, o críticos de Israel, o que se oponen a BDS (Boycott, Divestment and Sanctions); y también las de estudiantes de derecha que se oponen al apoyo universitario a Black Lives Matter.

Lo que Barros no nos dice es que Greg Lukianoff es un personaje notable: abogado egresado de la elitista Stanford University, que escribe para el Wall Street Journal y el Huffington Post, y es presidente de FIRE, una asociación para defender la libertad de expresión; palabras claves que según ellos «no son ni conservadoras ni liberales» (cuando alguien insiste que no tiene posición, me pongo nervioso). Con un enfoque conductista y, basándose en los estudios previos de los derechistas Roger Kimball y Dinesh D’Souza (Illiberal Education, 1991), Lukianoff y Haidt, argumentan que las demandas estudiantiles de justicia social son expresiones de «distorsiones cognitivas» que surgen de los problemas «del progreso» de una sociedad «en un contexto social y tecnológico sin precedentes». En realidad, ambos remiten al viejo reaccionario Edmund Burke, insistiendo que algo debe cambiar para que todo siga igual. En síntesis, lo que parece una postura progresista es, en realidad, una visión que alimenta a la derecha del establishment norteamericano.

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