Voto en blanco o algo así

Votar al pedo

por Pablo Pozzi

En junio hubo elecciones municipales en mi pueblo. No fui a votar. Es la primera vez en mi vida que no lo hago. En las elecciones anteriores votaba «en blanco», y antes de eso voté a la izquierda, aunque fuera al reformismo trotskista. Pero siempre iba y votaba. Resulta que soy de esa generación donde el voto era valorado, ya sea porque las diversas dictaduras conculcaban ese derecho, o porque prohibían diversos partidos (radicales, peronistas, comunistas). Y si bien no me gustaba ningún candidato, iba y ejercía mi derecho que habían tratado de robarme, aunque fuera en blanco.

Las razones son múltiples. Hace cuatro años fui y voté por la oposición ya que el intendente había sido condenado por corrupción y el candidato opositor prometía «limpiar» la casa, hacer una auditoría y terminar con los nombramientos de cientos de amigos. Como corresponde a un país desarrollado, nada de eso ocurrió. Es más, el nuevo intendente, antes crítico y opositor, nombró más gente que su antecesor e hizo un plan de obras municipales que, según las malas lenguas, tiene sobreprecios y paga «retornos». En síntesis, uno malo y el que siguió es más de lo mismo.

Si esto pasa en el pueblo ni hablar de lo que pasa en la provincia o en la nación. Los candidatos cambian de partido como de calzoncillos (y lo peor que ninguno está muy limpio que digamos), todos mientras insisten que los otros son corruptos (sin decir nada de sus propias causas de corrupción). Y todos hablan como si su paso por la gestión pública hubiera sido una maravilla. Los peronistas han sido gobierno 26 años, los radicales 10, los liberales (macristas) 4. Todo desde que terminó la dictadura militar en 1983. Ni uno hizo nada por los ciudadanos, que más o menos van de crisis en crisis, mientras el país hace colapso cada 10 o 12 años. Eso sí, todos repiten que la culpa es del otro. Claro que si tienes la mala suerte de haber sido gobierno, entonces hablas como si eso no fuera cierto. Obvio, que siempre fueron gobierno; y cuando dejan de serlo las bancas o los cargos pasan a sus hijos. Hace mucho que el ciudadano común dejó de poder postularse con alguna posibilidad de ganar. Y más tiempo aún de que el legislador dejaba su banca para volver a su lugar de trabajo. Nadie quiere trabajar. Eso sí, como te eternizas en el gobierno, pues desarrollas niveles de impunidad notables, todo mientras te robas hasta el agua de las canillas, mientras anuncias una vez más que vas a inaugurar el puente que anunció el gobierno anterior y que nunca construyó el anterior del anterior.

Pero aun peor. Como el país no marcha bien, entonces hay que «ganarse la confianza de los mercados». Ajá, resulta que el problema de la Argentina es que «los mercados no nos tienen confianza». No veo por qué no, si los ricos hacen cada vez más dinero, siempre le pagamos al FMI y políticos y jueces tienen los únicos sueldos que no hacen más que aumentar y, si los agarran robando (o si es por eso, asesinando a alguien), alegan «fueros parlamentarios» y todos se protegen entre ellos. Y ahora todos insisten que «hay que sanear» la economía argentina «ajustando el cinturón» (obvio que es el mío que soy jubilado, no sea que le paguen un poco menos a multimillonarios presidentes o gobernadores y senadores). Mientras tanto seguimos pagando el impuesto a la Guerra de Malvinas (no sea que perdamos esa guerra contra los ingleses), el impuesto al cheque, el IVA (que no hace más que subir) y hasta hay impuestos insólitos como el que cobran las estaciones de servicio como recargo al precio de la nafta. En síntesis, todos son más o menos lo mismo, y la pelea es para no perder su lugar en la gran teta del Estado. Por eso cambian de partido sin problemas, con tal de figurar en las listas de candidatos. ¿Principios, ideología, ética, moral, lealtad? Palabras, nada más. Es el mundo posmoderno donde lo único que cuenta es el relato.

Si esto es así, entonces ¿por qué no votar por la izquierda? En realidad, esa fue mi opción durante una punta de años, con la remota esperanza que un legislador rojillo hiciera alguna diferencia. Al fin y al cabo, aunque no sean muchos los zurdos en el parlamento, en lugares como Chile, España, Portugal o Italia marcan un rumbo, tienen propuestas (más allá de que sean bastante reformistas), y se erigen como vallas frente a las propuestas neoliberales. No aquí. Hace más de una década de que el FIT entró al parlamento y no se nota la diferencia. Claro que mi amigo Sergio me dice «pero Myriam [Bregman candidata a presidente por el FIT/PTS] te gusta, ¿no?». Me quedé tan de una pieza que aun no puedo reaccionar. También me gusta el helado de dulce de leche y no lo votaría. Y sí, Myriam me cae bien, es inteligente, rápida para la respuesta, combativa, presentable y no se le cae una idea de qué hacer con el país. Mejor dicho, no se le cae a su partido. Ni para propagandizar la izquierda sirven. Peor aún, un día anuncian que su candidato a vicepresidente era el obrero Alejandro Vilca. «Finalmente», dije yo, «un buen tipo, que da la imagen de que los zurdos somos trabajadores, y como surgió en un congreso partidario pues tiene apoyo de la base militante». Pasaron un par de meses y sin mediar explicación alguna lo sacaron y lo reemplazaron por Del Caño. Le pregunté a Sergio: «Las masas reclamaban a Del Caño», me dijo. Sí, y yo soy Marilyn Monroe. Digamos, a Vilca lo bajaron igualito que los partidos tradicionales, en conciliábulos rosqueros, tras bastidores. Digamos que esto es algo que ya se veía puesto que las candidaturas del FIT se decidían siempre así: por encuestas, focus group, asesores de imagen, y negociación entre los partidos. Igual que el peronismo o los liberales que eligen candidatos, no por su propuesta, sino por quién mide mejor y quién tiene más poder político. Y así estamos.

Por eso hace ya varias elecciones vengo votando en blanco. Era mi voto de protesta para decir «ninguno de estos me representa». Pero esto tiene un problema, un gobierno electo (¿por qué insisten que Alfonsín era un demócrata si en realidad fue un pícaro?), con el apoyo de su oposición, hace más de tres décadas reformó las leyes electorales y declaró que el voto en blanco no contaba como voto positivo. Eso quería decir que el piso para entrar en el reparto (sistema D’Hont) de cargos electivos era menor: si hay 5 % de votos en blanco, 5 % anulados, 3 % impugnados, y 25 % que no votan el total de votos contabilizados como válidos es 62 % del padrón y hace falta el 3 % para entrar a ser considerado para el reparto, ese tres por ciento se convierte en 1,8 % del padrón real y total; al mismo tiempo como el total de votos obtenidos se divide por la cantidad de bancas puesta en juego, el que sacó más votos se ve favorecido ya que su proporción de votos por candidato electo es menor (digamos si uno saca 5000 votos y eso le da 8 legisladores, y el siguiente saca 4800 y eso le da siete entonces el primero recibe 1 legislador cada 625 votos recibidos, mientras que el segundo recibe un legislador cada 685 votos).

Al mismo tiempo ha desaparecido la figura del voto marcado. Muy sintéticamente, durante décadas una boleta electoral con marcas o cortes era anulada puesto que podía revelar la identidad del votante. Como explicaba mi abuelito que fue intendente de San Francisco de Córdoba cinco veces, y de estas cosas sabía lungo, el voto marcado y el voto cantado eran más o menos lo mismo y violaban el principio del voto secreto favoreciendo a los poderosos; ahora es aceptado siempre y cuando «se pueda entender la intención del voto». Eso claramente favorece al clientelismo. Y si votas en contra del poder seguro que te quedas sin trabajo.

Ni hablar de que los controles (juzgado, jueces y comisiones) electorales son partidarios o sujetos a amenazas, como en mi pueblo donde las denuncias del tema quedaron en el aire puesto que el amenazante amenazador ganó la elección como corresponde y la justicia es tan imparcial que, rápida de reflejos, se alineó con el triunfador que, oh sorpresa, era ya oficialismo y se presentaba a la reelección.

Para decirlo sintéticamente, las elecciones en Argentina se deciden por el poder, no por el voto popular. Como decía Weber «a mayor concentración del poder económico, mayor concentración del poder político». De ahí que el principal interés de los políticos sea juntar dinero para «la campaña». Igualito que en Estados Unidos, donde las elecciones no se ganan, se compran. El resultado es que los oficialismos tienden a ganar cuanta elección hay, usan dineros públicos, favores y clientelismo para garantizarse el voto. Mientras tanto, el eje es renovar el cargo, repartir prebendas, e ignorar cualquier voto protesta.

Todo eso sin hablar del fraude: o sea, de los cientos de trucos para que voten los muertos, para inflar el padrón electoral, para presionar a los empleados del Estado, para comprar votos mientras se castigan y se persiguen a los opositores. El resultado es que en las últimas elecciones provinciales el triunfador fue el «no voto»: dependiendo de la provincia entre 2 y 7 % de los votos emitidos fueron en blanco, y entre 40 y 60 % de los posibles electores no fueron a votar; y eso en una nación donde durante un siglo más del 90% del padrón participaba. Digamos, entre no voto, nulo e impugnados, y abstención electoral, casi un 70 % del electorado repudia todas las opciones. Y sigue descendiendo, hasta el punto donde en mi pueblo ni se molestaron en publicar los guarismos, solo los porcentajes. Me hace acordar de una elección allá por fines de la década de 1980 donde los partidos acordaron respetar los porcentajes recibidos, mientras duplicaban las cifras de votantes. No que les importe a los políticos. Mientras sigan en sus cargos el resto es secundario; aun si el sistema político se deslegitima. ¿Y por qué los ciudadanos no votan a la izquierda? Porque como me dijo un vecino, «son más de lo mismo» y si son de izquierda no se nota.

Harto de ser tomado por tarado, no fui a votar. El 25 de junio tengo que volver a las urnas para elegir gobernador. Puedo optar entre peronistas apoyados por comunistas, socialistas y otros, y liberales macristas apoyados por experonistas, excomunistas, socialistas y otros. Ah, y una izquierda anodina e ineficaz. Por ahí voto en blanco una vez más, u opto por quedarme en casa, total no cambia nada. Y como el voto es obligatorio, hay una multa para el que no lo haga: el gran total de 50 pesos, o sea 10 centavos de dólar. Sin desperdicio.

Comparte

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.