El Rugido de Petete

por Pablo Pozzi

El otro día estaba mirando La Izquierda Diario y vi una nota sobre los Artistas que apoyan al Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) en el concierto que realizaron en la Fundación Beethoven como parte de la campaña electoral. Me puse a escuchar la parte donde cantan La Internacional. Las voces eran preciosas, las cadencias pausadas, y pensé que eran la viva representación de la izquierda argentina hoy, bien livianita, perfectita y clasemediera. Y también me hicieron acordar al «Pete», un obrero de la construcción, comunista, que murió hace unos años, y que hubiera dicho que ese no era el himno de los trabajadores.

En realidad a Roberto Gómez le decíamos «Pete» o «Petete» por «Libro Gordo de Petete», y fue uno de esos tipos que deja su marca en los que cruza. O por lo menos, me marcó a mí. Pete era obrero hijo de obreros, cañista de alta presión, y de lejos uno de los tipos más cultos que he conocido. Había leído mucho y había vivido más. Le gustaba la historia y la antropología y su casa en Monte Chingolo, muy humilde, tenía muchos libros incluyendo los trece tomos de la Historia Argentina de José María Rosa, en una de esas ediciones forrada en cuero rojo que vendían en cuotas. Yo le venía al pelo por historiador y zurdo. Cada vez que me lo encontraba quería hablar de Colón, o de las masacres de indios, o de las etnias guatemaltecas que le fascinaban, por lo que sabía de eso mucho más que yo.

Lo conocí a través de Aníbal Tesini, otro de esos abnegados obreros comunistas de Villa Obrera (Lanús). Cuando vi a Petete por primera vez no pensé gran cosa de él. Petiso, morocho y con pelos por todos lados, Petete encarnaba los prejuicios que yo tenía sobre los trabajadores. De hecho ni me di cuenta que tenía unos ojitos que brillaban y mostraban que sus entusiasmos eran muchos y muy variados, y que sabía escuchar. Hasta que empezaba hablar, y ahí había que escucharlo a él porque tenía una inmensa capacidad para explicar cosas complejas de forma simple y accesible. Cuando se entusiasmaba empezaba a hablar rápido y fuerte. «Gritón», le dije un día. «Ma’ qué», respondió, «cuando a los obreros nos importa algo hay que lanzar un rugido de clase». Me encantó la imagen, y creo que describe muy bien ese grito colectivo que son las luchas obreras.

Petete había tenido una vida bastante dura que era una especie de síntesis de la lucha de clases y de la discriminación clasista en Argentina. Por ejemplo, un día me contó que «escucho un comentario, un profesor -me acuerdo que era peronista-, y dice: “Bueno, lo vamos a poner a Gómez, o sea, Gómez va a ser el abanderado, realmente él se lo merece, bla, bla”, yo escuché. “Pero no va a poder ser, está muy desaliñado”. La concha de la lora, eso es una cosa que me marcó para toda la vida. ¿Por qué? Porque yo tenía el blazer de primer año, como mucho no había crecido, ¡ja! Yo no le di una interpretación política, ideológica ni nada. Yo dije: “Acá hay algo”, o sea, eso fue una marca, como si te quemaran con un fierro, una cosa así. Y después sobrevinieron otras cosas más o menos… O sea, yo lo que reconozco del colegio es la posibilidad de haber estudiado porque en segundo año mi vieja puso quinientos pesos, que eran unos billetes azules y al otro día los fue a retirar porque no teníamos para morfar, sin perspectivas. Cosa que después se cortó creo que a los dos años porque si no tenés guita para viajar ni para morfar o para tomarte una Coca Cola, por más que te paguen los libros es al dope. Qué se yo, en casa se bajonearon mucho cuando yo decidí cortar, no ir a estudiar más.» A pesar de eso, más tarde hizo el esfuerzo de ir a la universidad a estudiar ingeniería química, hasta que dejó e ingresó a trabajar en la sección de mantenimiento del Frigorífico Pedró Hnos. Poco después se hizo comunista, que lo marcó para toda la vida. Lo reclutó la que luego sería su compañera, que era tan o más comunista y obrera que él, y que la recuerdo como una de esas personas a las que uno quiere aunque las conozca poco. Era callada, trabajadora, le tenía un aguante infernal a Petete y, como tantas mujeres clasistas, era la que sostenía a su familia en todo sentido.

A Petete finalmente lo echaron de Pedró Hnos: «Me dicen: “Lo que pasa es que el señor Gómez no entra en los organigramas de la empresa”. Eso fue textualmente la excusa que aceptó el delegado de… la Delegación regional de la Subsecretaría del Trabajo. Entonces ya ahí los señores luchadores sindicalistas dijeron: “Mirá, no podemos hacer más nada”. A todo esto, imaginate, como dos meses de audiencias y toda la pelota. Y después tenía que ir a buscar el bolsito con dos milicos, adentro, y no me dejaban hablar con nadie y todo se había desgranado. Bueno, fue en el año 73.» Y ahí sacó otra lección: a las tres patas de la dominación, Ejército, Iglesia y Estado tenemos que agregarle una cuarta, la CGT. «¿No exageras un poco, Pete?», le pregunté. «Eso pensás vos que no sos obrero. Cuando entiendas que en la fábrica te reprimen los milicos con las listas que entregaron el Jefe de Personal y el burócrata sindical, vas a ver que todos andan en yunta.»

Petete fue siempre un comunista convencido, bien obrero y muy poco dispuesto a aceptar la disciplina partidaria sin haberla pensado bien. Digamos, para él su prioridad no era el Partido sino los trabajadores. Decía que era comunista por que su meta era la liberación de la clase obrera, y no por conseguir un viajecito a Moscú o para levantarse una estudiante de la Fede (FJC). En eso era un comunista raro porque estaba dispuesto a aceptar lo que eran clarísimos costos y riesgos de andar por la senda revolucionaria sin más recompensa que la de ser fiel a su ideal.

Su clasismo no era de palabra y lo llevó a cuestiones bien prácticas. Por un lado organizó cada lugar donde trabajó cuidadosamente, de manera que cuando se enteraba la patronal ya no podía evitar que fuera delegado. Por otro, apoyaba a las organizaciones guerrilleras aunque no compartía su decisión por la lucha armada. ¿Por qué? «Porque son todos compañeros», me dijo. De hecho admiraba mucho a Santucho y, como vivía en Monte Chingolo, me contó que salió a ver como ayudaba a los militantes del ERP que atacaron el cuartel en 1975.

Luego de ser despedido en Pedró pasó por otros frigoríficos hasta que ingresó en Shell. Durante la dictadura del 76 logró mantenerse en el lugar de trabajo ayudando a organizar a sus compañeros: «yo me consideré un activista siempre. A partir de tomar postura frente a todas las cosas. Frente a una situación en el laburo, un accidente, un no pago. Una cuestión de clase. Yo lo que si vi fue la preparación de lo que después explotó en el 82, 83. O sea el diálogo, la conversación bajita, la reunión.» Las formas de resistencia de los trabajadores fueron muchas. «En general no había idea de sabotear. Pero la gente siempre le busca la vuelta a las cosas, por ejemplo hay bronca por cualquier cosa. Si vos parás en el medio del laburo la empresa lo considera sabotaje. Pero no lo es. O sea, destrucción de maquinaria, eso no. No, nada de eso. No, porque fundamentalmente es peligroso. O sea, si vos laburás con un caño de gas, vapor de alta presión, mandarte una cagada de esas puede pasar como una cagada, a pesar de las medidas de seguridad. O sea, podés mandarte alguna. Pero hay un consenso general de que peligra la vida de cualquiera. Este es un laburo peligroso. Ponés una válvula defectuosa, ponés una plataforma mal, cae cualquiera ahí. Eso sumado a los accidentes normales… Entonces se desarrolla una cosa intuitiva. Cuántas veces pasa que el ayudante, un oficial, ve que el ingeniero ordena un trabajo que es una macana, y se lo deja hacer. Después nos cagamos de risa. Yo no lo llamo sabotaje, es una reacción.»

Cuando llegó la apertura de 1983, fue candidato de la lista antiburocrática en la UOCRA que perdió por pocos votos. Lo pusieron en lista negra y comenzó un calvario. Primero consiguió trabajo en empresas chicas, aunque el sindicato lo perseguía. Luego, dejó de tener empleo. Sus antecedentes de «rojo» lo seguían a todos lados; pero, además, Petete era un obrero orgulloso de su oficio y no quería trabajar de cualquier cosa. A pesar de décadas de militante comunista y de haber sido referente obrero, como en el caso de tantos otros, su partido lo abandonó porque era «díscolo». Machista al fin, sufría que su compañera parara la olla, hasta que deprimido le empezó a dar a la botella, y perdió la familia. Finalmente, consiguió trabajo en una empresa internacional en Tierra del Fuego y para allá se fue. Cada tanto me llamaba o pasaba por casa y se quedaba. Y charlábamos, mucho pero mucho. Me acuerdo que una vez le pregunté qué era la lucha de clases, pensando que me iba a hablar de todas las huelgas en las que había participado. Lo pensó un poco y me dijo: «Una vez con un tanque de 14 metros por 35 de diámetro, el ingeniero, aparte de hijo de puta era tarado. El ritmo de laburo era fuerte, las condiciones malas, muchos accidentes menores. La cuestión es que había que hacer la prueba hidráulica al tanque y llenarlo de agua. El tipo “tapen, tapen todo, manden agua”. Estaba apurado. Ese tanque estaba a tres metros y medio de altura, se le había hecho un basamento. Resulta que el tipo se olvidó, se le hace una prueba neumática al piso del tanque, después se saca todo y el tipo se olvidó de verificar a ver si los tapones estaban colocados en el piso. Cuando llegó a cierto nivel la presión del agua empezó a socavar toda la base que costó dos meses hacerla. El tanque se inclinó 20 cms. No sé cómo la arregló. No deja de ser una venganza menor porque cualquiera de nosotros le podría haber dicho “escúcheme ingeniero le faltan los tapones”.» De ahí me dijo que eso era la lucha de clases, las cosas cotidianas de todos los días que ponen freno a la explotación, que representan «la venganza» de los trabajadores.

Me contó de las luchas obreras en las que había participado, de las maravillas de sus compañeros tan humanos y a la vez tan heroicos, de la represión de los 70 y el hambre de los 90. Y siempre se sentía un comunista, aunque les tenía poco respeto a los miembros de dirección que hablaban mucho de la clase obrera y la conocían poco. Una excepción era Rubens Iscaro, histórico dirigente de las huelga de la construcción de 1936. Otra era Jorge Canelles. Ambos obreros de la construcción, ambos comunistas, ambos merecedores de su respeto. Para él, los revolucionarios eran aquellos que lo eran «por conocer la vida su pueblo, esas cosas son naturales, las comprenden y saben que hay que desarrollarlas y darles una buena dirección. Pero eso lo saben nada más que los revolucionarios. La otra gente que lo ve desde todos los problemas de la vida no lo puede comprender nunca. Aparte, porque no vive esa experiencia, no vive sus problemas, entonces la pasa a subestimar terriblemente. Por eso no es insólito; para esa gente es insólito; para nosotros es natural.»

Un día me habló de lo que para él era La Internacional. Me dijo que no era una canción a ser cantada en el Teatro Colón (o en la Fundación Beethoven), sino que era «un rugido de la clase obrera, un himno de lucha, que inspira el corazón de los trabajadores hacia el esfuerzo supremo de la revolución, que es un mundo mejor y más justo». Y me hizo acordar de los obreros comunistas que había conocido, todos ellos obreros de la construcción, todos criollos, todos bien clasistas: como don Ramón Lugo, paraguayo, hombre de hablar pausado y de pensamiento profundo; o don Víctor Barrios, de Río Cuarto que murió añorando ver Cuba a la salida de una reunión obrera; o don Jorge Canelles, de Córdoba, que fue protagonista del Cordobazo y estuvo preso con Agustín Tosco; y tantos pero tantos otros que se mantuvieron leales a la clase obrera a pesar de la línea de su Partido y por eso fueron desaparecidos o presos. Todos humildes y todos luchadores.

Pete murió hace unos años en su ley. Como él decía: «No sos vanguardia por lo que decís sino por lo que sos.» Claramente, Pete fue vanguardia y es parte de la historia de la clase obrera argentina. Y yo lo sigo escuchando rugir, como cuando cantamos La Internacional porque no nos daba vergüenza ser «rojos».

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