Se mira pero no se toca

por José María Rodríguez Arias

Ayer se realizó una pequeña concentración en Pamplona, una forma de protesta contra los abusos y las agresiones sexuales durante las fiestas de la ciudad –los mundialmente famosos San Fermines–. Todos los años se dan, desde los tocamientos indebidos hasta las violaciones. Durante el chupinazo, mientras algunas mujeres mostraban sus pechos al público, otros tantos varones extendían la mano para tocar. Ante esto, las mujeres suelen bajarse inmediatamente la ropa y, en muchos casos, «reír la gracia». Este año –más que otros– esos hechos se están persiguiendo de oficio como lo que son: abusos o agresiones de índole sexual –ya se verá luego si son unos u otros–. Esto sin contar casos donde claramente hay abusos y agresiones sexuales «de libro» –contando, claro, violaciones–.

Ante esto, no pocas personas han levantado la voz –parafraseándoles–: se levantan la camiseta provocando los tocamientos; no parecen agredidas, mira como ríen; es parte de la fiesta… y mil frases de ese estilo. Dentro de estas justificaciones, también están los ataques directos del tipo: son unas exhibicionistas.

Es raro ver que alguna de ellas, mientras le tocan los senos, se queden impasibles. Normalmente se cubren inmediatamente comienzan los mismos. No parece, tampoco, que haya un permiso de su parte para que esto ocurra, una suerte de llamamiento: amigos desconocidos, ¡tóquenme! –más bien, ¡tocadme!–. Habría que recordar una máxima de cualquier museo o similar: se mira pero no se toca.

En las imágenes se ven muchos hombres sin camiseta y ninguna mujer –u otro hombre– les está tocando el pecho. Ninguno. Se asume que un hombre puede enseñar cuanto le dé la gana y jamás es un provocador; jamás realiza un llamamiento a que le toque, a que le fuercen. Cuando un hombre dice «no», es «no». Sin matices, no te atrevas a dudarlo o te llevas un guantazo. Cuando una mujer se niega a algo, simplemente hay que forzarla, no sabe lo que quiere. Al menos eso está metido en nuestra consciencia colectiva, es parte de la cultura machista en la que vivimos. Por eso no es raro que en estos eventos masivos muchas mujeres sean acorraladas por varios hombres y, posteriormente, sean violadas –o, como mínimo, toqueteadas dentro de la sana diversión de los hijos sanos del patriarcado–. Las violaciones –justo por detrás de los feminicidios, ese la maté porque era mía– son un ejemplo claro de lo dañino que es el machismo. Pero no es solo el hecho en sí lo machista, es todo lo que le rodea.

Porque machismo no es solo obligar a una mujer a vestir un «burka», también lo es crucificarla porque vista de tal o cual forma. También lo es cuando ante una agresión sexual, sea la que sea, la culpable es ella por cómo viste. Esa culpabilidad de la víctima la apreciamos sin dificultad en el reciente femicidio en Perú –una joven desaparecida finalmente se halló asesinada en una morgue–, las culpas las tiene ella: que qué hacía a esas horas en esa zona solita, que por qué se viste como una zorra, que a saber cuáles eran sus amistades, que no es raro teniendo en cuenta la música que escuchaba… y mil comentarios de ese palo que se están vertiendo en las noticias donde se pone la fotografía de la muchacha.

El machismo, consecuencia y fundamento del heteropatriarcado, es el que nos lleva a ver «normal» que la prensa deportiva –fundamentalmente– siga insistiendo en las calatas o ligeras de ropa en sus rotativos –¿qué tiene que ver eso con el deporte? ah, que el público objetivo son hombres heterosexuales, sobre todo–, que se hagan clasificaciones de «hermosura» de las parejas de los futbolistas –¿alguna vez han visto una ordenación de lo guapos que son las parejas de las deportistas?–, que constantemente se saquen noticias sobre las «pibonas» que van a los estadios, porque lo que nos importa de ellas como aficionadas es que sean un espectáculo para la vista de ellos. También por eso «reímos la gracia» de un anuncio de televisión que ensalza la figura del «chico malo» y muestra a la mujer como una histérica débil, donde ella no se puede defender y él es así por naturaleza.

Pero no es la naturaleza lo que manda esos comportamientos –y, si lo fuera, deberíamos revelarnos contra ella, como ya lo hacemos cuando combatimos las enfermedades–. Es el machismo, ese que fundamenta y excusa la cultura de la violación.

Esos mismos que justifican el machismo de una u otra forma –dan por buenos los roles de género de la sociedad machista, los consideran una consecuencia natural de las diferencias sexuales; criminalizan las orientaciones sexuales distintas a la hetero; y mil elementos más– de cuando en cuando piden más penas para los violadores. Pero, a la par, acusan a la víctima o simplemente niegan que lo sea –no poca gente sigue defendiendo que dentro de un matrimonio no puede haber violación–. Son, también, quienes hablan de los violadores o abusadores como locos, a la par que a veces recuerdan que, en el fondo, es algo natural que el hombre sea agresivo sexualmente, aunque esos se hayan pasado. Los sitúan, así, como una suerte de enfermos y no como la consecuencia de una cultura machista que favorece esos comportamientos que luego pretende castigar.

O acabamos con la raíz del problema, o será imposible evitar sus criminales consecuencias.

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