Antropología e Imperialismo

por Kathleen Gough*

Este artículo, en un principio, fue preparado para ser leído por antropólogos de Estados Unidos, lugar donde dicté clases y realicé trabajos de investigación durante los últimos doce años.1 Algunos de los problemas que plantea este artículo son aplicables, quizá con menos agudeza, a antropólogos sociales y culturales de las otras naciones industriales de Europa Occidental, América del Norte, Australia y Nueva Zelanda. Las circunstancias internacionales a las que hago referencia sin duda también causan problemas a antropólogos nacidos y residentes en muchos de los países de América Latina, Asia y África donde se llevan a cabo gran número de investigaciones antropológicas. Me agradaría sobremanera que este artículo estimulara a alguno de éstos últimos a contar cómo ven ellos esas circunstancias y cómo ellas inciden en su trabajo.

Recientemente, un grupo de antropólogos y de estudiantes planteó que la antropología social y cultural no está abordando problemas significativos del mundo moderno. Como desde hace un tiempo vengo pensando lo mismo, me gustaría hacer un análisis tentativo de dónde nos encontramos hoy a mi parecer y a continuación, hacer algunas propuestas. Dado que este es un enfoque innovador, pido disculpas si soy obvia y argumentativa a la vez.

La antropología es hija del imperialismo de Occidente. Tiene sus raíces en las ideas humanistas del Iluminismo, pero como disciplina universitaria y ciencia moderna apareció en las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del siglo XX, período en que las naciones de Occidente hacían el último esfuerzo por controlar política y económicamente a casi todo el mundo preindustrial, no occidental.

Hasta la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de nuestro trabajo de campo se llevaba a cabo en sociedades que habían sido conquistadas por nuestros propios gobiernos. Por lo general, dábamos por sentado el marco del imperialismo, quizá influidos por las ideas dominantes de nuestro tiempo, y en parte también porque en ese entonces, había muy poco que uno pudiera hacer para desmantelar los imperios. Pese a que algunos creían en una ciencia social libre de valores y neutral, en general, los antropólogos de aquella época solían jugar un papel característico de liberales blancos en otras esferas de nuestra sociedad, algunas veces, de reformadores liberales blancos. Los antropólogos pertenecían a un estrato social más alto que el de sus informantes; por lo general, pertenecían a la raza dominante y estaban protegidos por la ley imperial. Sin embargo, como su relación con los pueblos nativos era muy estrecha, tendían a ponerse de su lado y los protegían de las peores formas de explotación imperialista. Se formaron relaciones consuetudinarias entre los antropólogos y el gobierno o los diversos organismos privados que los financiaban y los protegían, como así también entre los antropólogos y los pueblos cuyas instituciones ellos estudiaban. La antropología aplicada nació como un tipo de trabajo social y desarrollo comunitario de pueblos que no eran de raza blanca, cuyo futuro se veía en función de una educación gradual y de mejorar las condiciones de vida, muchas de las cuales habían sido impuestas por los conquistadores occidentales en primer lugar.

A partir de la Segunda Guerra Mundial, surgió una nueva situación. En la actualidad, hay aproximadamente 2.352 millones de personas que habitan en países subdesarrollados.2 De ese total, cerca de 773 millones, o sea un tercio, ya salieron, revolución de por medio, de la esfera del imperialismo de Occidente y pasaron a formar los nuevos estados socialistas de China, Mongolia, Corea del Norte, Vietnam del Norte y Cuba. Independientemente de lo arduo y conflictivo de su situación, ya no están bajo la dominación de las potencias capitalistas y ahora transitan su propio camino. Debido a la Guerra Fría (y en el caso de Vietnam, la guerra caliente), los antropólogos estadounidenses no pueden estudiar esas sociedades directamente y no han podido comparar demasiado sus economías políticas o las estructuras de sus comunidades con las de países subdesarrollados con economías capitalistas o “mixtas”. Podría decir que, cuando se estudian sociedades socialistas en Estados Unidos, la suposición intrínseca de que el “comunismo”, en especial el revolucionario, es algo malo e inviable suele producir distorsiones, tanto a nivel teórico como fáctico3. Dadas las dificultades para obtener información confiable, considero que podrían realizarse estudios más objetivos si se le prestara más atención al trabajo de los pocos científicos sociales de Occidente que han vivido en esos países, por ejemplo Owen Lattimore, Joan Robinson, Jan Myrdal y David e Isabel Crook. Además de esta fuente de información primaria proveniente de las naciones socialistas, también contamos, desde luego, con los escritos de periodistas y otros especialistas de Occidente que han vivido o viajado por los nuevos países socialistas surgidos luego de la revolución. Entre otros, podemos mencionar a René Dumont, Stuart y Roma Gelder, Félix Greene, Edgar Snow, William Hinton, Han Suyin, Anna Louise Strong, Wilfred Burchett y Charles Taylor. La mayoría de estos escritores se muestran favorables a los socialismos más recientes y muchos suelen ser ignorados o denostados en Estados Unidos. Sin embargo, los científicos sociales de este país no tienen reparos en usar informes de viajeros para incrementar su conocimiento de las sociedades no occidentales de los siglos XV al XVIII, aunque algunos sean tendenciosos o estén orientados hacia misiones determinadas. Por cierto, a tales escritos no se los descarta por el solo hecho de que a sus autores les gustaban las sociedades que visitaban. No hay razón alguna por la cual los antropólogos no puedan utilizar un criterio de objetividad similar al de los escritores modernos que, hoy en día, admiran y respetan a China u otros países socialistas.

Quedan aproximadamente 1.579 millones de personas, o 67 por ciento del total, en naciones no occidentales de economías capitalistas o “mixtas”. De ese total, 49 millones, o el 2 por ciento, aún viven en sociedades coloniales más o menos clásicas, como Sudáfrica, Mozambique o Angola, gobernadas por pequeñas elites de blancos provenientes de la “madre patria” o bien separadas de ella como poblaciones independientes de colonos. Aproximadamente otros 511 millones, o 22 por ciento del total, viven en lo que pueden considerarse estados satélites o clientes. Los más grandes de estos estados, con poblaciones de más de 5 millones, son Colombia, Argentina, Perú, Brasil, Ecuador, Chile, Venezuela, Filipinas, Vietnam del Sur, Corea del Sur, Tailandia y Turquía. La lista, sin embargo, no es categórica, pues el neo-imperialismo moderno varía en magnitud. Algunos incluirían a México y Pakistán, lo que llevaría el total a 657 millones, o 28 por ciento del total del mundo subdesarrollado. En todos estos estados clientes hay gobiernos autóctonos, pero por lo general se ven tan restringidos por la asistencia militar o económica occidental y por las inversiones privadas, que tienen muy poca autonomía. La mayoría de esos gobiernos se oponen a las reformas sociales y probablemente colapsarían si se retirara la ayuda de Occidente. Unos 318 millones, o 14 por ciento del total, viven en naciones que están en deuda con Estados Unidos, ya sea en América Latina –la reserva de capital tradicional de Estados Unidos– o bien en la periferia de China, donde Estados Unidos ha establecido regímenes satélite en un esfuerzo por evitar la expansión del socialismo revolucionario. Si incluimos a Pakistán y México, los estados clientes de Estados Unidos alcanzan a cerca del 20 por ciento del total.

Los 873 millones restantes, o 37 por ciento del total, viven en naciones que en Occidente, por lo general, son vistas como relativamente independientes, con líderes nacionalistas populares en el gobierno. La mayoría de estos líderes llevaron adelante luchas nacionalistas en contra del colonialismo europeo hace una o dos décadas, y algunos libraron guerras de emancipación. En cambio, los gobiernos de la mayoría de los estados clientes fueron instalados o surgieron de golpes militares inspirados, al menos en parte, por Occidente. La mayoría de los países independientes del “Tercer Mundo” se dicen políticamente neutrales, y de algún modo socialistas o con aspiraciones a serlo. Debido a que el atractivo principal de sus gobiernos es el multiclasismo, Peter Worsley los llama “populistas”. Tienen un sector público de la economía y un énfasis en el planeamiento nacional, así como también un gran sector privado dominado por capitales extranjeros. Los más grandes de estos estados, con poblaciones mayores a los 5 millones de personas, son India, Birmania, Camboya, Ceilán, Indonesia, Afganistán, Nepal, Siria, Irak, Yemen, la República Árabe Unida, Argelia, Marruecos, Kenia, Tanzania, Sudán, Etiopía, Uganda y Ghana.

Durante la década de 1950, un gran número de científicos sociales liberales, y otros, esperaban que estos países neutrales formaran un Tercer Mundo fuerte que pudiera actuar independientemente de las potencias industriales de Occidente y de las potencias comunistas. Me atrevería a afirmar que en la década del sesenta esa esperanza se debilitó y ahora está casi perdida, principalmente debido a que el capital y poderío militar de Estados Unidos se expandía, los países de Europa se negaban a abandonar sus propios baluartes económicos y muchos de los nuevos gobiernos no mejoraban las condiciones de vida de su pueblo. Durante los últimos quince años, por lo menos 227 millones de personas de 16 países, o 10 por ciento del mundo subdesarrollado, comenzaron, o recomenzaron, luego de un período más o menos largo de independencia relativa, una relación clientelar, por lo general con Estados Unidos. Estos países son Guatemala, Honduras, República Dominicana, Guayana, Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Trinidad y Tobago, Vietnam del Sur, Tailandia, Laos, el Congo, Togo y Gabón. En la mayoría de estos países el cambio de dirección vino después de un golpe militar. Otros 674 millones de habitantes de la India, Indonesia, Afganistán, Ceilán, Kenia y Ghana, países que clasifiqué como “independientes”, recientemente han aumentado su grado de dependencia con respecto a Estados Unidos, de manera tal que su futuro como naciones independientes es ahora incierto. Con los estados clientes y las dependencias coloniales de Estados Unidos, el total de personas cuya política se ve fuertemente influida por Estados Unidos asciende a 1.140 millones, o sea 48 por ciento del mundo subdesarrollado. También debemos recordar que el capital y el poderío militar de Estados Unidos ahora ejercen una gran influencia sobre las colonias y los estados clientes de las potencias europeas (11 por ciento del total), como también sobre la mayoría del 8 por ciento restante de estados “neutrales”. En estas circunstancias, puede decirse entonces que el poderío de Estados Unidos está realmente atrincherado con más o menos firmeza en todo el mundo subdesarrollado no socialista.

Como contrapartida de esta reimposición del poder de Occidente, ahora existen movimientos revolucionarios armados por lo menos en 20 países, con una población total de 266 millones. Estos países son Guatemala, Perú, Venezuela, Ecuador, Paraguay, Brasil, Honduras, Bolivia, Colombia, Angola, Mozambique, el Congo, Camerún, la Guinea Portuguesa, Yemen, Arabia del Sur, Filipinas, Tailandia, Laos y Vietnam del Sur. Aproximadamente 501 millones de personas viven en otros siete países donde existen movimientos o grupos revolucionarios no armados que cuentan con un apoyo considerable, a saber, India, Rodesia, África Sudoccidental, Sudáfrica, Nicaragua, República Dominicana y Panamá. Por lo tanto, en más de un tercio del mundo subdesarrollado se considera posible que haya una revolución socialista contra las elites nativas y la dominación de Occidente, mientras que en otro tercio, ya es un hecho consumado. Incluso en los estados coloniales, clientes o neutrales relativamente estables que quedan, la mayoría de la gente se está empobreciendo, y una pequeña minoría de ricos se enriquece cada vez más. Las poblaciones crecen, el descontento es generalizado y es muy posible que en una o dos décadas se desaten luchas revolucionarias.

Si bien en la década de 1950 a algunos nos parecía que gran parte del mundo no occidental iba a lograr, por medios pacíficos, una genuina independencia política y económica con respecto a Occidente, esto ya no es así. El dominio de Occidente sigue existiendo bajo formas y aspectos nuevos, y hasta sigue creciendo y fortaleciéndose. Al mismo tiempo, la revolución ahora aparece como el único camino por el cual las sociedades subdesarrolladas pueden llegar a liberarse del dominio occidental.

En este mundo revolucionario y proto-revolucionario, los antropólogos empiezan a verse en dificultades. En nuestro papel de liberales blancos, estamos perdiendo rápidamente nuestra relación consuetudinaria con conquistadores y colonizados. Desde el comienzo, habitamos en un entorno triple que nos imponía obligaciones, primero para con los pueblos a los que estudiábamos, segundo para con nuestros colegas y nuestra ciencia, y tercero para con los poderes que nos contrataban para trabajar en universidades o financiaban nuestras investigaciones. Ahora, en muchos casos, parece que estamos en peligro de resultar desgarrados por conflictos que existen entre el primero y el tercer grupo de obligaciones; mientras que el segundo grupo de lealtades –a nuestra materia como empeño humano y objetivo– se ve seriamente puesto a prueba y en peligro. Por un lado, parte del mundo no occidental está en revolución, especialmente contra el gobierno estadounidense, la potencia más poderosa y contrarrevolucionaria de Occidente. La guerra de Vietnam, desde luego, exacerbó la indignación del mundo no occidental, aunque los gobiernos de la mayoría de esos países dependen tanto de Estados Unidos, que suelen suavizar las críticas. Por otro lado, los antropólogos están cada vez más expuestos a restricciones, tentaciones poco éticas y controles políticos por parte del gobierno de Estados Unidos y organismos subordinados, según muestra ampliamente el informe del profesor Ralph Beals en Problems of Anthropological Research and Ethics. La pregunta ahora sería: ¿Qué hace un antropólogo que depende de un gobierno contrarrevolucionario en un mundo cada vez más revolucionario? Para complicar las cosas, salió al ruedo una cuarta facción realmente ruidosa: los estudiantes, que antes absorbían el conocimiento pacíficamente, pero que ahora, debido a sus propias crisis, hacen planteos difíciles con respecto a la ética, el compromiso y los objetivos de esta ciencia.

No es de extrañar que con todas estas exigencias muchos antropólogos se enfrasquen en su área de estudio o, en caso de tener que ir al exterior, busquen la tribu o la aldea más remota y menos inestable que puedan encontrar.

Sin embargo, como señaló recientemente Peter Worsley en un artículo llamado “The End of Anthropology?”, tarde o temprano vamos a tener que elegir entre seguir siendo, o hacernos, expertos que se limitan a las culturas de sociedades preindustriales de pequeña escala, o bien, con todo nuestro conocimiento sobre evolución cultural e instituciones sociales primitivas, embarcarnos por completo en el estudio de sociedades modernas, incluso de revoluciones modernas. Si tomamos el primer camino, a medida que nuestro tema de estudio desaparece, nos iremos convirtiendo en historiadores y nos retiraremos del trabajo importante que ya hicimos en sociedades contemporáneas. Si optamos por el segundo camino –que es el que algunos de nosotros debe seguir inevitablemente– tendremos que reconocer que nuestro tema de estudio es cada vez más parecido al de los científicos políticos, economistas y sociólogos. La única manera en que podemos no aceptar esto es limitándonos a estudiar pequeños segmentos de la sociedad moderna. Pero a medida que la escala de esas sociedades aumenta, tales estudios se hacen cada vez menos justificables teórica o metodológicamente, salvo dentro de un marco de interpretación de qué es lo que está sucediendo en el sistema mayor. Más aún, los antropólogos tienen cierto derecho a exigir de sí el estudio del sistema mayor como una totalidad, porque tienen cincuenta años de experiencia y análisis de la interrelación entre instituciones políticas, económicas y religiosas dentro de sistemas de menor escala. Si bien para obtener información ellos necesariamente dependen de muchas de las otras ciencias sociales, también tienen cierto derecho histórico a decir que juegan un papel sintetizador.

Lamentablemente, a mi parecer, tenemos una seria desventaja en nuestra propia historia que nos hace muy difícil abordar el estudio de la sociedad moderna como un sistema social mundial único e interdependiente; es decir, aunque hemos trabajado durante más de cien años en sociedades conquistadas, y aunque por lo menos durante cincuenta de esos años recalcamos la interrelación que hay entre las partes de los sistemas sociales, prácticamente no estudiamos el imperialismo de Occidente como sistema social ni tampoco analizamos adecuadamente los efectos del imperialismo sobre las sociedades que estudiamos. En este último tiempo, aparecieron algunos trabajos innovadores sobre este tema, particularmente el libro El Tercer Mundo, del propio Worsley. También la recopilación de Wallerstein, Social Change: The Colonial Situation, recoge útiles fragmentos escritos por científicos sociales y dirigentes nacionalistas durante los últimos veinte años. El estudio sobre México realizado por Eric Wolf, el estudio sobre Puerto Rico realizado por Julian Steward y otros, el de la política en el cinturón cuprífero de Zambia llevado a cabo por A. L. Epstein y varios estudios más también van en esta misma dirección. Sin embargo, es notable cuán pocos antropólogos estudiaron el imperialismo y sobre todo su sistema económico.

Desde luego, es cierto que los antropólogos realizaron numerosos estudios sobre el cambio social moderno en sociedades preindustriales, especialmente en pequeñas comunidades. Sin embargo, por lo general, las estudiaron a través de conceptos muy generales: “contacto cultural”, “transculturación”, “cambio social”, “modernización”, “urbanización”, “occidentalización” o “el continuo rural-urbano”. El uso de la fuerza, el sufrimiento y la explotación suelen desaparecer en estos informes de procesos estructurales, y las unidades de estudio generalmente son tan pequeñas que es difícil ver el bosque tras los árboles. Estos enfoques, en general, aportaron informes fácticos e hipótesis limitadas referentes al efecto de las culturas industriales sobre las preindustriales en las pequeñas comunidades, pero contribuyeron muy poco a entender la distribución mundial del poder bajo el imperialismo o su sistema total de relaciones económicas. Hasta hace muy poco tiempo, también ha habido, desde luego, un prejuicio en cuanto a los tipos de unidades sociales del mundo no occidental escogidos para las investigaciones, con preferencia por las comunidades menos afectadas por los cambios modernos y no por las minas, las plantaciones comerciales, los asentamientos blancos, las burocracias, las concentraciones urbanas y los movimientos nacionalistas que tan importante papel han jugado en las sociedades coloniales.

¿Por qué los antropólogos no han estudiado el imperialismo mundial como fenómeno unitario? Responder a esta pregunta requeriría un artículo aparte. Yo solamente voy a proponer algunas líneas de investigación posibles, a saber: 1) el proceso mismo de especialización dentro del área de la antropología, y entre la antropología y las disciplinas asociadas, en especial las ciencias políticas, la sociología y la economía; 2) la práctica tradicional de trabajo de campo individual en sociedades de pequeña escala, que en un comienzo dio muy buenos frutos en etnografía, pero que más tarde limitó nuestros métodos y teorías; 3) el no querer causar fastidio a los gobiernos que nos financiaban eligiendo temas de estudio polémicos; y 4) el ambiente burocrático y contrarrevolucionario en que los antropólogos trabajan cada vez con más asiduidad en las universidades y que puede haber contribuido a la aparición de un sentimiento de impotencia y a la creación de modelos mecanizados.

Quizá se me pueda objetar haber soslayado el gran volumen de escritos estadounidenses de posguerra en las áreas de antropología aplicada y antropología económica y política sobre el desarrollo. Por cierto, estos trabajos existen, y algunos son valiosos. Sin embargo, podría decir que muchos de ellos nacen de supuestos y teorías erróneos o dudosos cada vez más cuestionados por los propios científicos sociales de los nuevos países. Entre estos supuestos están: la explicación del atraso económico en función de los valores y las características psicológicas de la población nativa; la suposición de que es conveniente evitar los cambios rápidos y perturbadores; el no tomar posiciones de valor opuestas a la política oficial; el insistir en la causalidad múltiple; el supuesto de que la comunidad local es una unidad apropiada para llevar a cabo programas de desarrollo; la idea de que el proceso principal por el cual se produce el desarrollo es la difusión a partir de un centro industrial; y el hecho de no contemplar la posibilidad de que para algunas sociedades la revolución puede ser el único medio viable para alcanzar el progreso económico. En general, la antropología aplicada y económica proveniente de Estados Unidos ha dado por sentada una economía capitalista internacional en su marco de trabajo. Sin embargo, la cruel realidad parece ser que en la mayoría de los países del mundo subdesarrollado donde predomina la empresa privada, las condiciones de vida de la mayor parte de la población se están deteriorando y el “despegue” no se produce. De ser cierto esto, no sería sorprendente que los intelectuales de esos países rechazaran la ciencia social aplicada de las naciones metropolitanas y buscaran soluciones en otro lado.

Existe, desde luego, un gran número de estudios sobre el imperialismo de Occidente, en realidad una literatura completa, en su mayoría –aunque no toda– producida por escritores influidos por Marx. Además del enfoque clásico de este tema presentado por J. A. Hobson, Lenin y Rosa Luxemburgo, Parker T. Moon, Mary E. Townsend, Eric Williams, Fritz Steinberg, la antropóloga Ramakrishna Mukherjee y Paul A. Baran también produjeron trabajos ejemplares sobre imperialismo de Occidente. Algunos de los estudios más recientes incluyen, por supuesto, El capital monopolista, de Baran y Sweezy; Neocolonialismo, última etapa del Imperialismo, de Nkrumah; Lands Alive y False Start in Africa, de René Dumont; Los condenados de la tierra y Studies in a Dying Colonialism, de Frantz Fanon y Capitalismo y subdesarrollo en América Latina, de Andre Gunder Frank. En Estados Unidos, dichas obras suelen ser dejadas de lado o estudiadas someramente y luego descartadas. Rara vez aparecen en la bibliografía antropológica típica. Personalmente, sólo puedo decir que el rechazo de la literatura marxista u otra literatura “rebelde” en Estados Unidos, sobre todo a partir del período de McCarthy, me parece trágica. El no tomar con seriedad y no defender la respetabilidad intelectual de las teorías y los desafíos de estos escritores disminuyó notablemente la controversia en nuestra materia, y también destruyó la carrera de algunos individuos en particular. Es alentador que en los últimos años las publicaciones de Monthly Review Press, Internacional Publishers, Studies on the Left y otras publicaciones de izquierda se hayan convertido en una especie de literatura clandestina para muchos estudiantes de grado y profesores jóvenes del área de las ciencias sociales. Sin embargo, tanto la ciencia social ortodoxa como estos estudios influidos por el marxismo sufren a causa de sus defensores. Desde luego, esta situación tiene motivos políticos, provenientes del hecho de que dependemos de las grandes potencias; sin embargo, es lamentable que nos hayamos permitido tal grado de sumisión, en detrimento de nuestro propio derecho a la libre investigación y libre especulación.

Quisiera proponer que los antropólogos que se interesen por estos temas comiencen a realizar un trabajo de síntesis, prestando gran atención a algunas de las contradicciones que existen entre las aseveraciones y las teorías de escritores no estadounidenses o anti-estadounidenses y las de los científicos sociales estadounidenses ortodoxos y decidiéndose a investigar problemas que puedan arrojar luz sobre esas contradicciones. Entre esos problemas podemos mencionar los siguientes:

  1. ¿Es cierto, como sostiene Andre Gunder Frank basándose en datos de las Naciones Unidas, que desde 1960 hasta hoy, la producción de alimentos per capita en países no comunistas de Asia, África y América Latina ha caído en muchos casos por debajo de los niveles de preguerra, mientras que en China y Cuba creció y superó esos niveles? ¿Es verdad, como afirma la prensa estadounidense y dan por sentado muchos científicos sociales, que la producción agropecuaria capitalista en los países subdesarrollados es baja, pero en los países socialistas es más baja aún?
  2. Quizá pueda generarse una serie de temas de investigación en torno a las comparaciones de la estructura y la eficiencia de la ayuda extranjera socialista y capitalista. Un ejemplo sería comparar el alcance y los resultados de la asistencia económica y militar de Estados Unidos a la República Dominicana con los de la asistencia de Rusia a Cuba. Si bien los estadounidenses no pueden ir libremente a Cuba, cabe la posibilidad de que un europeo y un norteamericano, coordinando los temas de investigación, lleven a cabo ese trabajo comparativo. En países como la India, la República Árabe Unida o Argelia los proyectos de comparación de asistencia socialista y capitalista podrían encararse dentro de la misma localidad.
  3. Se necesitan estudios que comparen distintos tipos de dominación económica y política intersocial moderna para definir y perfeccionar conceptos tales como el de imperialismo, neocolonialismo, etc. Por ejemplo, cómo es el poder que Rusia ejerce sobre uno u otro de los países de Europa oriental comparado con el que Estados Unidos ejerce sobre algunos de los países de América Latina o el sudeste asiático en cuanto a variables como la coerción militar, la forma de disponer del excedente económico de la sociedad subordinada y las relaciones entre las elites políticas. Cómo es el control que tiene China sobre el Tíbet, desde el punto de vista histórico, estructural y funcional, comparado con el control de India sobre Cachemira, Hyderabad o las Colinas Naga y cuáles han sido los efectos de estas dos formas de control en la estructura de clases, la productividad económica y las instituciones políticas locales de esas regiones.
  4. Está claro que también conviene realizar estudios comparativos de los movimientos revolucionarios y proto-revolucionarios para poder conocer fehacientemente los movimientos autóctonos que buscan el cambio social. Pese a las obvias dificultades, se puede estudiar algunas revoluciones después de ocurridas o estudiar levantamientos en sus etapas iniciales o luego de haber sido reprimidos4. Más aún, hay personas de Occidente que viven y viajan con los movimientos revolucionarios. ¿Por qué no hay nunca entre ellos antropólogos? Necesitamos saber, por ejemplo, si las circunstancias en que, en los últimos años, ocurrieron o intentaron llevarse a cabo revoluciones de izquierda y nacionalistas en Cuba, Argelia, Indochina, Malasia, Filipinas, Indonesia, Kenia y Zanzíbar y si tuvieron algo en común. También, si existe alguna diferencia entre la ideología o la organización de las revoluciones antes mencionadas y los movimientos guerrilleros que están surgiendo ahora en Guatemala, Venezuela, Colombia, Angola, Mozambique, Laos, Tailandia, Camerún, Yemen o Arabia del Sur. Cuál es el tipo de campesinado y trabajadores urbanos con mayores probabilidades de intervenir en estas revoluciones, y si estas tipologías son de liderazgo y organización. ¿Por qué algunos fracasaron y otros tuvieron éxito? ¿Cómo fue que, por ejemplo, alrededor de 1.000.000 de comunistas con sus familias y seguidores fueron asesinados en 1966 en Indonesia casi sin oposición autóctona, y cómo afecta esto la auto evaluación y las perspectivas, digamos, del Partido Comunista de izquierda en la India?

Puede que me acusen de que pido un nuevo Proyecto Camelot, pero no es así. Lo que digo es que tenemos que hacer estos estudios a nuestro modo, como estudiaríamos un cargo-cult5 o un anillo de kula6, sin los prejuicios que conlleva el financiamiento impuro, sin presuponer que la mejor salida no es la revolución sino la contrarrevolución, y apuntando sólo a la ayuda económica y espiritual de nuestros informantes –y de la comunidad internacional–, y no a las efímeras ganancias militares o industriales de los países de Occidente. También pido que dichos estudios sean llevados a cabo por individuos o por grupos de personas que se elijan entre sí, y no que formen parte del gran artificio de algún plan maestro generado en el exterior. Quizá lo que pido ya no pueda llevarse a cabo en Estados Unidos. Me preocupa que esto pueda ser así, que los norteamericanos ya estén demasiado comprometidos, demasiado constreñidos por su propio gobierno imperial. De ser así, la pregunta realmente sería cómo pueden recuperar los antropólogos la libertad de investigación y de acción, y yo diría que, individual y colectivamente, lo que tenemos que hacer es darle prioridad a este punto.

____

Notas al pie:

* Originalmente publicado en Monthly Review, abril 1968. Texto traducido por Marina Elizabeth Couette.

1 Mi esposo, David F. Aberle, y yo dejamos Estados Unidos en 1967 para irnos a vivir y a trabajar a Canadá. Lo hicimos, en parte, por los problemas generales a los que hago referencia en este artículo. De manera más explícita, no estábamos dispuestos a permitir que las calificaciones que les poníamos a nuestros estudiantes varones en la universidad fueran usadas por una junta de reclutamiento, bajo el Sistema Selectivo del Servicio, como criterio para decidir si debían o no ser reclutados para servir al ejército en Vietnam. Menciono esto como un ejemplo, pertinente en el contexto de este artículo, de los modos en que los verdaderos objetivos del trabajo intelectual han sido socavados por la actual política nacionalista y militar.

2 Utilizo el término “subdesarrollado” para referirme a las sociedades que evidencian, o han evidenciado hace poco, características particulares de una estructura económica producto de varias décadas o siglos de dominación manifiesta o encubierta por parte de naciones capitalistas industriales de Occidente. En esta categoría, he incluido todas las naciones y las colonias que aún existen en América Latina, África y Asia, salvo Japón. Estas cifras y las que aparecerán luego se han tomado de los totales de 1961 de las Naciones Unidas, según figuran en el World Almanac de 1967.

3 No existe en el original.

4 No existe en el original.

5 N. del T.: movimiento político religioso que se da entre los nativos de varias islas del Pacífico y que se caracteriza por la idea mesiánica de que los antepasados volverán en barcos o aviones cargados con productos de la civilización moderna que cubrirán todas sus necesidades, harán del trabajo algo innecesario y liberarán a los nativos del dominio de los blancos.

6 N. del T.: círculo de islas de la Melanesia que participan del sistema de intercambio conocido como kula. Kula es un sistema de intercambio interisleño en el que se canjean, con un comercio concomitante, artículos de prestigio por artículos de utilidad.

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6 thoughts on “Antropología e Imperialismo”

  1. Me parece interesante la apuesta que estas planteando porque sabemos poco de la forma como opera el imperialismo en nuestros países. Poder comparar los conceptos con la cotidianidad de nuestras poblaciones lo que puede redefinir o cuestionar los mismos conceptos con los que hemos tratado de entender el mundo.

  2. Pingback: Antropologías en conflicto – 24Noticias – Seleccion diaria de otros medios

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