¡”Qué 20 años no es nada”! Y 40 años son muchos

Recordando el golpe de 1976.

por Gerardo Médica

El 24 de marzo de 1976 fue miércoles en mi barrio y en el calendario que estaba al costado de la heladera SIAM de casa también. Para mi abuela María, fiel a identificar los días con lo celestial, el día correspondía al santoral de Santa Catalina por una virgen sueca. No recuerdo simplemente por esas cosas de la memoria y sus trampas, si el día estuvo lluvioso, con sol o fresco. A decir verdad creo que esos detalles no importan, importa literalmente que fue un día gris para el amplio margen de los argentinos.

Con seis años de edad esa mañana del 24 de marzo fue tremendamente atípica. No había podido sacar el hocico de mi casa resignando una mañana previa a la escuela con mis amigos del barrio Valerio, Jorge y Rafael. Los planes para ese miércoles –ideados un día anterior en el potrero “El Bajo” – eran muy simples y sugerentes. En primer término cazar ranas en las lagunas que quedaban detrás de la Colonia Mi Esperanza –un viejo internado que funcionaba desde 1938 -. Segundo recorrer el arroyo entubado de San Alberto desde la Avenida Cristiania hasta Avenida Crovara. Y para finalizar colocar monedas en las vías para que los trenes del ex Ferrocarril Belgrano de Isidro Casanova a Valentín Alsina borraran sus acuñados y quedarán bien lisas.

Mientras mi bronca de pibe por los planes frustrados era sentida, en la cocina de mi casa, mi madre estaba desde las seis de la mañana parada -con un salto de cama con rombos- junto a la radio siete mares luchando con las distorsiones de la onda corta para captar alguna noticia sobre lo que sucedía en el país. En las casas vecinas los diales de las radios estaban anclados en Radio Colonia como en todo tiempo de crisis en Argentina.

Yo lo único que sabía, lo había escuchado por Doña Marta – que tapial por medio-  le había dicho a mi madre que a Isabel Perón la sacaron los militares y aprovecho para manguear una taza de azúcar para el desayuno.

En paralelo como en una secuencia cinematográfica, en el patio de casa, debajo de la parra y sobre la mesa de mármol de esos juegos de jardín que se usaban de hierro y en medio de macetas con malvones. Mi abuelo paterno – siempre vestido de traje y con chambergo al estilo de los años cuarenta – desplegaba un mapa de la provincia de Buenos Aires y anotaba en un cuaderno Gloria nombres de pueblitos del Partido de Salto. El Nono que siempre sonreía, esa mañana, tenía la seriedad de un jefe bárbaro tratando de evadir a un ejército plagado de legiones romanas que se acercaban. Con el paso del tiempo supe que estaba preparando un lugar para guardar por un tiempo a su amigo Valentín – un cuadro comunista con quién había trabado amistad (pese a sus diferencias de ideas) en la fábrica Chrysler de San Justo-.

Al fallecer mi abuelo, en esos momentos donde uno se siente amputado y desgarrado, en el mismo lugar del velatorio. El petiso Valentín me llamo a un costado y me contó que gracias a mi abuelo pudo desaparecer por unos años evitando la persecuta de los milicos que le habían dado vuelta la casa en Villa Luzuriaga. Mencionó a su vez, que con una hoja escrita en lápiz en un cuaderno Gloria por el Nono se interno en un rancho en el pueblito de Monroe (un pueblo con una estación y un almacén de ramos generales) y que en otra hoja tenía una carta de recomendación para un horno de ladrillos donde sobrevivió por unos años. También me resalto que desde su llegada a Monroe nunca nadie pregunto nada.

Si me ciño nuevamente a la mañana del 24, mi madre y mi abuelo esperaban desde la madrugada preocupados a mi viejo. El se había demorado unas horas de su final de turno noche en la fábrica metalúrgica Santa Rosa en Tablada y siendo poco más de las ocho, no llegaba y no llegaba. Había en mi casa en cierto modo un clima de final de partido de fútbol importante, una espera lenta y lenta, una espera donde los minutos no pasaban y el árbitro se empecinaba a cobrar un penal o a negarse a dar la pitada que cerrará el encuentro.

Yo sin entender nada de nada, opte – ante el encierro y los frustrados planes malogrados de ese miércoles- subir la escalera de mi casa con rumbo a la terraza. La altura de ella me permitía comúnmente usar la gomera contra los vidrios y los portones de chapa de la fábrica Plomref donde me divertía castigando el chaperío con piedrazos, bolitas de rulemanes o remaches. Pero ese día no fue así, no pude ni siquiera tirar un solo gomerazo a mi objetivo preferido. La Plomref estaba completamente rodeada por tropas del ejército y con obreros con las manos en la cabeza contra los muros. Miguelito, el pibe que vivía frente a casa, adepto también a los gomerazos contra la mole de chapa y cemento, me miraba con ojos de desconsuelo ante la imposibilidad de sustentar esos bombardeos de canto rodado que sosteníamos diariamente.

Desde la altura de la terraza, con la gomera ya en el pantalón, pude observar también a doña “Chela” – una entrerriana gringa que por su tamaño parecía un Sherman de la segunda guerra- peleándose a gritos partidos con un milico que en su campera tenía una tres “V”. Doña “Chela” estaba como loca, no reculaba ante los ademanes del sargento que se sentía increpado. De esa escena hay algo de Doña “Chela” dijo y me marco para siempre. Esa frase sencilla y literal que no dejaba de repetir ante el sargento petiso era: “¡a los obreros no se les pega carajo”! Después de unos minutos, en medio de gritos contra el sargento petiso, el hijo de Doña “Chela” metió a su mamá en su casa por un pasillo larguísimo y los gritos de “Chela” se transformaron en una estela suspendida.

Ya por la media mañana, mi viejo dio señales de vida llegando a casa con su Renault 4 L azul y como nunca lo empotró en el garaje marcha atrás. La maniobra fue tan brusca que la palanca de cambio al poner la reversa atronó un ruido horrible a metal y los portones se cerraron al instante por arte de magia haciendo tocar el piso el poster de la primera de Almirante Brown que estaba en una pared con destino a una mancha perpetua de aceite que siempre escupía el Renault 4 sobre las baldosas.

Una vez en casa, mi vieja abrazó a mi padre por unos momentos (era la primera vez que veía a mis padres abrazados) y encaro a charlar con gestos serios con mi abuelo debajo de la parra. Desde esa conversación de minutos, mi padre y mi abuelo, se asomaron sobre el tapial del “Tano” Domingo con quién intercambiaron algunas palabras con una solemnidad que daba miedo. El “Tano” Domingo era un petiso retacón, con malhumor permanente y unos anteojos con culo de botella que le ponía a su rostro ojos pequeños. Tenía todo tipo de habilidad con la mecánica. Podía manejar tornos, fresas, rectificar motores, soldar y en el fondo de su terreno tenía un taller donde podía construir cualquier cosa. No había mañana que no comenzará su jornada de laburo cantando entre los fierros con un italiano cerrado la “Bella Ciao” recordándose permanente que fue una partisano en la Península Itálica.

Con una mañana atípica, sin ranas, ni vías de ferrocarril y gomera sin usar. La mesa del mediodía me encontró cambiado y con fijador en el cabello para ir a la escuela con la novedad incomoda que me ese día me llevaba mi abuelo. Para mí era incomprensible, estaba irritado, ir a la escuela acompañado era un desprestigio para cualquier pibe de mi barrio. Era ser un nene de mamá, un pollerudo o un maricón. En la mesa del almuerzo – con el infaltable sifón Drago y el Resero – mi viejo con voz seria y aún con la ropa de Grafa del trabajo, me informaba que a la tarde iban a venir unos tíos de Trenque Lauquen a quedarse unos días en el galón del fondo y que no debía decir nada a mis amigos. Nunca me había enterado que tenía parientes en Trenque Lauquen y menos que se llamarán Vicente y Antonia. A su vez, mi viejo me detallaba que el “Tano Domingo” había contratado un empleado joven para su taller, que venía de Venado Tuerto y que dormiría con los tíos del campo en el galpón del fondo. Mi cabeza no entendía nada. De tener a mi tío Luis – el único hermano de mi padre- pase a una familia más amplia que ni había visto ni en fotos.

Mi padre era un simple laburante peronista, pero no dudó en guardar en su casa a compañeros de la fábrica, sindicato o unidades básicas. Muy pocas veces he hablado con mi padre sobre estos temas. Lo único que sé, es que en las brevísimas charlas sobre la cuestión se pone el casete para repetir: “cuando un compañero está en líos los compañeros lo ayudan”. También sé – no por boca de él- que mi viejo era encargado en su sección y el 24 de marzo cuando un capitanejo del Regimiento 3 de La Tablada estuvo en la planta pidiendo nombres de militantes y sindicalistas no largo la más mínima prenda. Tiempo después cuando me convertí por unos años en metalúrgico como él y estudiaba. “El Zaino” – un viejo obrero a punto de jubilarse-  en un descanso entre sirena y sirena me dijo: “Mira perro chico (el perro era el apodo de mi padre). Vos que estás estudiando historia tenes que saber que cuando los milicos vinieron la noche del golpe, el perro fue una tumba y todos tuvieron tiempo para rajarse por los fondos de la fábrica. Al perro lo pasearon por toda la sección, le reventaron el cofre y lo verduguearon. Pero el perro se hizo el boludo bien boludo. Es más, te voy a decir, después de eso no lo ascendieron nunca más porque para la patronal tu viejo no era de confianza.”

Después del almuerzo, mi abuelo me llevó hasta la puerta de la escuela a unas diez cuadras de casa y me retiró terminada la tarde mi mamá cerca de las 17 horas. En el viaje de ida a la escuela, la textil Yute estaba repleta de milicos y de obreros contra la pared. Incluso había micros con obreros detenidos al costado de la Ruta 3 que no estaba ensanchada. Mi abuelo desapareció por unos meses guardando amigos por los pagos de Salto. Unos meses después recibí una carta de él con una foto de Bochini diciéndome que volvería pronto y que no me afligiera. Recalcando que estudiará y que Sport Salto estaba primero en la liga local de fútbol del Partido de Salto.

La jornada escolar de ese día fue rara, la directora nos saludo y se encargo de recordarnos que los que teníamos pelo tocando la camisa deberíamos traerlo corto. La maestra con precisión milimétrica en el aula nos hacía pasar al escritorio y nos revisaba la cabeza para detectar cuantos piojos teníamos. Incluso ese mismo día cambiaron la canción a la bandera y se nos recomendó saber para el otro día La Marcha de San Lorenzo de memoria.

Luego del 24 de marzo de 1976 se vinieron meses y años grises.  A mi viejo le brotaron canas por todos lados, estaba serio y cada tanto recibíamos a tíos del interior que no conocía. Mi viejo sufrió la pérdida de sus compañeros, el clima de mierda en la fábrica y las presiones de que en cualquier momento lo rajaban. Una imagen que tengo impregnada, es la de mi viejo acomodando, una y otra vez, sus venditas herramientas en el galpón del fondo previo a encender el Winco con un disco de Zitarrosa. En realidad mi pobre viejo, más que ordenar sus herramientas, había encontrado un lugar para tirar un par de lágrimas a lo macho sin que nadie se entere.

Después de marzo del ´76 mi barrio cambio, pero cambio en serio. Por la Ruta 3 había más camiones del ejército y patrulleros Torinos que coches comunes. Los pibes más grandes de mi barrio que hacían esquina cada tanto los molían a golpes y les cortaban el pelo. Hay vecinos que se fueron y “los fueron”. Las fábricas Borgward, Yute y Plomref comenzaron a morir lentamente hasta que Menem dos décadas después las sepulto.

Una de las cosas que rememoró siempre es que en mi potrero – llamado “El Bajo”- nunca más hubo un escenario donde los muchachos de la Juventud Peronista tocaban música para los vecinos o festejos por el día del niño. Por meses del ´76 en ese lugar alternaba un Jeep verde o un patrullero  mientras nosotros con las zapatillas con agujeros le pegábamos a esos balones número seis que eran pesados como adoquines y soñábamos con ser como Gatti, Bochini o Alonso jugando en primera.

Los meses posteriores a marzo del ´76 – también los años- fueron por definirlo otoñales, donde mi barrio de clase obrera perdía sus hojas de modo simbólico y material constantemente.

Por costumbre, el día del niño siempre se festejaba en el potrero donde los muchachos de la Juventud Peronista se disfrazaban y repartían juguetes. El día del niño de 1976 fue distinto, se festejó en una sociedad de fomento que había contratado a los payasos Firulete y Cañito (esos que salían en la televisión por el Canal 9). Recuerdo que en medio de los festejos irrumpió el ejército pidiendo documentos y colocando a los hombres contra la pared en medio del pánico que teníamos. En esos momentos para que los milicos se dejaran de joder, el colorado Muñoz se paro en medio del salón de la sociedad de fomento a cantar el himno con toda la furia. Todos los asistentes lo siguieron y los milicos se cuadraron para cantarlo para luego abandonar el lugar diciendo que se bajará el volumen de la música.

Con el amparo de la poca precisión de la memoria, por los meses del año 1976, en mi casa se festejaban cumpleaños  muy seguidos – en realidad eran otro tipo de reuniones donde asistían todos tipos con apodos y alguna que otra mujer -. Creo que en los meses inmediatamente posteriores mi hermana y yo, cumplíamos años una vez por mes. Para nosotros era maravilloso: había torta y globos. Lo único no venían nuestros amiguitos del barrio o de la escuela. Cosa que nos parecía más que extraño. Traigo a la memoria también que mi abuelo andaba siempre con un 38 largo que se acomodaba a la cintura simulando un dolor de espalda producto de las antiguas levantadas de maíz que hizo de joven.

Los meses que siguieron a marzo de 1976 fueron otoñales, grises y con una carga de tristeza a cuestas. Principalmente triste fue diciembre después de terminar las clases y un día posterior a mi cumpleaños. El 14 de diciembre de 1976, los milicos que estaban cebados por todos lados se llevaron al padre de Fabián – que por entonces tenía seis años de edad como la mayoría de nuestro grupo de amigos del barrio-. El padre de Fabián (no digo su nombre verdadero por lo complejo de su historia) era delegado de la Mercedes Benz y nunca más apareció. Fabián -que era un buen futbolista y era parte de la barrita de los pibes de “El Bajo” – nunca más fue el mismo. Quedo tartamudo como un motor fuera de punto para siempre porque vio como se lo llevaban a su viejo. Su madre con tanto dolor encima nunca más levanto las persianas de su casa pese a que pasaron 40 años. Durante su infancia y adolescencia, Fabián, era un pibe retraído donde los de “El Bajo” lo sosteníamos. Jamás le preguntamos nada de su papá y menos de su vieja. Con Fabián nos separó la vida, eso de ponerse de novio, laburar o simplemente conocer otros mundos fuera del barrio. Cuando nos encontramos por la cercanía de nuestras casas sólo saluda y evita conversación con los vecinos.“El Tarta” convive con una dualidad: su viejo es un desaparecido de Mercedes Benz y trabaja hoy en la Mercedes Benz. Sé también que nunca inició un juicio contra la empresa y que su madre se negó a testimoniar en los juicios por la Verdad. Alguna vez me comentó que anduvo por Alemania a perfeccionarse y que gana unos buenos mangos. Pero no lo juzgo cada uno “sala las heridas” como puede, no como quiere.

Hoy a punto de cumplirse 40 años del golpe de 1976 – escribiendo por el amable convite de Rúben Kotler para el blog – pienso que lo que he traído al papel desde mi memoria es en definitiva unos bosquejos personales sobre el pasado. Pero también en ellos hay experiencias de oposición a la dictadura entre 1976-1983 que no son únicas y se enlazan con miles de experiencias anónimas de la clase obrera argentina. Alguna vez, parte de mis sentires sobre la época las vi reflejadas en un libro sugerente y bello como “Oposición Obrera a la Dictadura Militar” de Pablo Pozzi que logró poner en cuestión “esa idea de que acá no paso nada”.

Por último escribir estas líneas me ha sensibilizado, 40 años es mucho y en esto de intentar recordar me he pegado unas vueltas por mi barrio. Las fábricas no existen, el potrero devino en una YPF, mucha gente de entonces no está y me he quedado impregnado de una espectralidad de un mundo que se ha perdido. Mi barrio ya no es un barrio obrero, es un barrio de medio pelo y esa cultura clasista que nos unía se ha perdido. ¡”Qué 20 años no es nada”! Y 40 años son muchos.

Isidro Casanova, 23 de marzo de 2016.

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2 thoughts on “¡”Qué 20 años no es nada”! Y 40 años son muchos”

  1. Me encantó y emocionó. Cuando yo estudiaba obreros y el Golpe había muchas historias de estas. Héroes no recordados pero que fueron los que realmente derrotaron a los militares. Vale la pena recordarlos, sobre todo aquellos que hablan tanto de la lucha de clases. Gracias Gerardo y gracias a tu viejo, que nos salvó la vida y la dignidad, sin pedir nada a cambio.

    1. No Pablo!!!!! Gracias a Uds. por regalarle a los nuestros dos libros que son de nuestra clase: Combatiendo y Oposición!!! Lo mío simples recuerdos y los contrastes de la marcha de ayer. Mucha clase media que va para el face y lo mejor la marcha 2. Abrazos

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