Charlottesville: Historia de racismo y supremacía blanca

por Valeria L. Carbone*

Charlottesville, ciudad perteneciente al Estado de Virginia, es conocida porque en sus proximidades se encuentra la residencia de Thomas Jefferson, uno de los Padres Fundadores de EE.UU. Su plantación «Monticello» se ubica en las afueras de la ciudad y actualmente depende de la Universidad Estatal, también fundada por el tercer presidente norteamericano.

Figura tan venerada como polémica, sobre Jefferson recayó la tarea de redactar la versión final de la Declaración de Independencia (1776), en la que contundentemente afirmó: «son verdades evidentes, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por el Creador de ciertos Derechos inalienables, entre los cuales se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Ello, mientras sostenía su poder y fortuna sobre una economía esclavista que trataba a la mano de obra como propiedad humana.

Los escritos de Jefferson sobre la raza constituyen un ejemplo perfecto de la racionalización de una ideología compartida no sólo por la elite, sino por la comunidad blanca de fines del siglo XVIII, independientemente de la clase social de procedencia. Poseedor de más de 600 esclavos y padre biológico de algunos de ellos, estaba convencido tanto de los beneficios económicos de la esclavitud, como de su conveniencia moral, dada la inferioridad innata de los afrodescendientes. Jefferson no creía en la posibilidad de una sociedad racialmente integrada en la que los negros fuesen hombres libres de pleno derecho, sino que consideraba que –de liberarlos– debían vivir en una sociedad separada.

Jefferson fue el máximo exponente de una elite que en 1790 sancionó una ley que limitó el derecho de naturalización sólo a «personas blancas libres», reforzando la idea de que EE.UU. sería, esencialmente, un país de hombres blancos. Esto fue reconfirmado en 1857, cuando la Corte Suprema explícitamente negó el derecho de ciudadanía a los negros, fueran o no esclavos, sentenciando jurídicamente que la razón era que constituían «seres de un orden inferior, y en conjunto, no aptos para asociarse con la raza blanca, ya sea en las relaciones sociales o políticas, y en tanto inferiores, carentes de derechos que deban ser cumplidos o respetados por el hombre blanco».1 Es de notar que la estatua dedicada al Juez Federal que firmó dicho dictamen, Roger B. Taney, fue recientemente retirada de su histórica ubicación en la ciudad de Baltimore.

Con esto intentamos poner de manifiesto la falsa pretensión de que EE.UU. tiene hoy un problema de racismo. EE.UU. se construyó en base a la ideología de supremacía de la raza blanca que indiscutiblemente dio forma a sus instituciones sociales, políticas, económicas, y culturales. El racismo estadounidense no es nuevo, sino que presenta una característica propiamente estructural.

De alguna manera, no parece casual que los sucesos del pasado 12 de agosto se hayan desarrollado en Charlottesville, y como más de uno ha hecho notar, los que participaron representan más la regla que la excepción en el devenir histórico estadounidense.

El detonante fue una marcha en protesta por la remoción del monumento al general Confederado Robert E. Lee. La convocatoria a la marcha Unity the Right atrajo a partidarios de la extrema derecha, grupos neonazis, el Ku Klux Klan (que fundado en 1865 constituye el grupo terrorista más antiguo del mundo), e incluso milicias armadas de extremistas blancos. En paralelo se produjo una manifestación de repudio, y pronto todo derivó en violencia y muerte.

Exceptuando al presidente Donald J. Trump, muchos salieron a condenar los hechos, que terminaron con un muerto y cientos de heridos, aduciendo que lo sucedido «no representaba los valores estadounidenses» y que no reflejaban «el verdadero ser de EE.UU.». Sin embargo, nada puede estar más alejado de la realidad.

Charlottesville nos mostró la cara más violenta de un problema de fondo. En lo superficial, reveló un debate de larga data relacionado con la remoción de monumentos y estatuas dedicados a honrar «el patriotismo, deber y valentía» de aquellos que lucharon en defensa de lo que la Confederación representaba, en esa guerra que enfrentó al norte con el sur estadounidense entre 1861 y 1865. En lo profundo, expuso el más complejo problema que se encuentra en la génesis de EE.UU.: el rol del racismo estructural y de la raza en la constitución identitaria del nacionalismo estadounidense.

Si bien el reclamo por la remoción de los símbolos confederados no es reciente, el mismo tomó impulso luego de la masacre sucedida en una histórica iglesia negra de Carolina del Sur. La Iglesia Metodista Episcopal Negra Emmanuel, localizada en la ciudad de Charleston, es uno de los templos más antiguos de EE.UU. y un espacio mítico en la larga historia del movimiento de lucha y resistencia afro-estadounidense. El 17 de junio de 2015, Dylann Roof ingresó al templo y empezó a disparar, cobrándose nueve vidas. El hecho fue calificado como un acto de terrorismo racial, y el 11 de enero de 2017, Roof, autoidentificado neonazi, fue condenado a la pena de muerte.

El que la Iglesia se encontrase sobre la calle John C. Calhoun (uno de los más prominentes intelectuales supremacistas del siglo XIX y acérrimo defensor de la esclavitud), y que la bandera confederada flamease en lo alto de su estandarte (como lo dispone una ley estadual) mientras la estadounidense fue bajada a media asta en honor a las víctimas fue simplemente demasiado.

Sin embargo, este no fue un hecho aislado. Históricamente, los arduos procesos de «progreso racial» fueron seguidos de una violenta reacción para reforzar el statu quo de opresión racial. En 1865, la emancipación de los esclavos aprobada por el Congreso una vez finalizada la guerra civil/de secesión, puso fin a una forma de dominación y explotación racial (la esclavitud) que rápidamente fue reemplazada por otra: el sistema de segregación conocido como Jim Crow. La abolición de la esclavitud no derivó en la desaparición o matización del racismo y de la ideología de supremacía blanca e inferioridad negra, sino en su reforzamiento. Jim Crow se convirtió en sinónimo de ausencia de poder político, estricta segregación racial, acceso limitado o nulo a servicios públicos, educativos, recreativos y de salud, privación de derechos electorales, acceso restringido a empleos no calificados de baja remuneración y nula movilidad social. Para mantener este sistema fue necesario –además de leyes y letreros que indicaran la separación de blancos y negros– recurrir a todo tipo de estrategias para afirmar la posición de inferioridad de los negros: violencia racial estatal, estadual y extralegal (física, verbal, simbólica), linchamientos, desalojos y despidos laborales, acompañado del reforzamiento de la ideología racial desde el mundo científico y académico.

No curiosamente fue en este período que se produjo la mayor instalación de monumentos y símbolos en honor a la Confederación. Entre los años 1900 y 1925, en los que se sancionó y entró en vigencia la mayor parte de las leyes Jim Crow y se registró el más alto índice de linchamientos de la historia estadounidense, se erigieron la gran mayoría de los más de 1500 monumentos confederados que existen en todo el país. Y la innegable realidad es que hoy estos símbolos representan para «ambos bandos» referencias directas a la esclavitud, el racismo y un sistema de Apartheid que continúa ejerciendo su influencia en la sociedad y la cultura estadounidenses.

Luego del movimiento por los derechos civiles (1955-1965) y del fin legal de la segregación de jure en 1964, tuvo lugar no solo una nueva avanzada de la derecha conservadora sobre los derechos de grupos raciales y étnicos, sino el reforzamiento del sistema de segregación de facto, codificado por la práctica y las costumbres. Esto fue acompañado, entre otras cosas, de una nueva oleada de reivindicación de los generales Confederados, erigiéndose nuevos monumentos dedicadas a la causa sureña.

Cuarenta y tres años después de la sanción de la Ley de Derecho al Voto (1965), que buscó específica y necesariamente eliminar los impedimentos y barreras legales que desde fines del siglo XIX impidieron que afroestadounidenses y otros grupos ejerciten su derecho constitucional electoral, EE.UU. eligió a su primer presidente negro. A lo largo de sus dos mandatos, aumentaron exponencialmente los grupos de odio y episodios de violencia racial protagonizados por un importante número de estadounidenses blancos que sienten que están perdiendo todo aquello que conocen, que les están robando el país que los padres fundadores construyeron.

Así, resulta poco más que inevitable concluir que la elección de Donald Trump y Charlottesville no es otra cosa que la reacción históricamente esperable a la elección y presidencia del primer presidente negro de la historia estadounidense, tanto como a sus políticas.

El debate continúa y hay pocas exceptivas en torno a lo que se pueda cambiar en el plano institucional. Por lo pronto, las calles se hicieron sentir.

Nota al pie:

1# Paul Finkelman, Dred Scott v. Sandford: a brief history with documents (Boston: Bedford, 1997), 1-4.

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*Historiadora, docente de «Historia de Estados Unidos» –FFyL, UBA

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