Venezuela: crisis y lucha por el poder

por Norberto Bacher*

Creo necesario comenzar con algunas aclaraciones previas. La primera es que cuando el texto dice «…nos anima la necesidad de contribuir a que no perdamos la revolución bolivariana» está trazando una clara delimitación de campos, entre revolución y contrarrevolución, con la que coincido plenamente. Delimitación siempre necesaria pero mucho más en la presente coyuntura, cuando aparece cierta «izquierda socialista» (??) abogando a favor de los manifestantes de la derecha, sumando así confusión a la confusión que a diario siembran las cadenas de la prensa canalla entre las grandes masas y aún entre la militancia, tanto más desinformadas cuánto más lejos están de los acontecimientos. Situación además agravada en este ya largo trayecto, en el que el derrumbe soviético y la crisis de la socialdemocracia devenida en social-liberalismo, dejaron a las grandes masas sin referentes hacia la izquierda, aún cuando esas corrientes nunca se hayan propuesto más que coexistir con el capitalismo en nombre del socialismo.

En realidad esta seudo-izquierda acomoda su visión a los marcos conceptuales del más ramplón democratismo de la burguesía en su peor versión electoralista y hace mucho tiempo que ha decretado per se y al margen de las masas que la revolución ya está muerta. Por tanto se han dado a la innoble tarea de ayudar a enterrarla, repicando, a su modo y con lenguaje «socialista», los argumentos de la derecha, en la imbécil expectativa que esa derrota –que sería antes que nada la de las masas, no sólo venezolanas, sino también las de esta parte del mundo– le abriría las anchas alamedas para su crecimiento como organización, hoy acorralada entre el chavismo y la derecha proimperialista. En verdad buena parte de los orientadores ideológicos de esa «ultraizquierda democratista» (como prefiero caracterizarla) provienen de tendencias que negaban o simplemente se hacían los desentendidos sobre el contenido revolucionario del naciente chavismo porque no levantaba un programa socialista (lo cual era cierto), sin entender la dinámica de clases desatada por la sublevación militar del 92 como respuesta a la crisis del Estado burgués en descomposición, hasta que la insurrección popular cívico-militar de abril de 2002 abortó en 47 hs. el golpe de Estado proimperialista y los despertó de un sopapo, teniendo que reacomodar su discurso, para devenir inmediatamente en críticos exigentes de la radicalización del ¡¡propio Chávez!! Hasta que este, nuevamente, los volvió a desacomodar y, a contramano de cualquier especulación oportunista y de las predicciones de «críticos socialistas», lanzó precisamente en uno de los baluartes del «progresismo» dominante en la época, en Porto Alegre, la convocatoria a los pueblos y a los gobiernos llamados populistas sobre la necesidad de avanzar al socialismo y no limitarse sólo a gobernar para distribuir más equitativamente la renta nacional, con más «justicia social», que fue y es el horizonte soñado de los reformismos de todos los tiempos y de distintas variantes ideológicas.

En este punto surge la segunda aclaración que creo pertinente. En verdad en ese llamado Chávez no sólo trataba de «empujar más allá de lo posible» a la izquierda regional, sino que estaba marcando las dos visiones o concepciones que siempre estuvieron presentes en el movimiento que fundó y conducía y que objetivamente implican perspectivas de clase distintas y hasta contradictorias: la reformista y la revolucionaria.

Este incómodo maridaje no es exclusividad del chavismo ni siquiera uno de sus rasgos distintivos. En esta coyuntura es del caso recordar que por el contrario, caracteriza y pueden encontrarse en todos los movimientos de masas que han tenido alguna potencialidad transformadora en la historia. Puede registrarse en la propia historia de la conformación de la clase obrera, especialmente la europea, en la 1ª y 2ª Internacional, en la trayectoria interna de la socialdemocracia rusa (POSDR) devenida luego en PCR(b). El divorcio de esta extraña pareja de fuerzas sociales (que en última instancia reflejan distintos niveles en la conformación de la conciencia de las clases explotadas) no se produce cuando «los intelectuales críticos» lo deciden, sino cuando los latigazos de circunstancias históricas excepcionales lo fuerzan, bifurcando los intereses y los caminos de esas fuerzas coaligadas, o sus distintos estamentos, que son la raíz nutricia de esos movimientos y se les hace imposible continuar con una estrategia política compartida. Como ocurrió, por citar un caso conocido, cuando la guerra imperialista de 1914 desmembró a la 2ª Internacional.

Crítico, autocrítico y estudioso como era, Chávez entendió muy prontamente esta dinámica de las fuerzas que motorizan los procesos históricos de cambio y las rastreo en la historia independentista (de la mano de su maestro el Gral Pérez Arcay), para hacer de esa experiencia fundacional de la Nación una suerte de pedagogía popular sobre esta dupla alianza-confrontación en la lucha de clases, personificándola en la conflictiva relación de Bolívar con Páez, rescatando el igualitarismo sansimoneano del olvidado Simón Rodríguez y la rebeldía antiterrateniente del «general de hombres libres» Ezequiel Zamora, una suerte de Emiliano Zapata de aquel siglo. Esta pedagogía no fue más que una parte de la batalla en la conciencia social para concretar el objetivo político central de unificar una diversidad de fuerzas sociales agraviadas por el decadente régimen puntofijista y sus políticas burguesas proimperialista, pero no todas ellas movidas por los mismos intereses inmediatos ni las mismas perspectivas de largo plazo.

Con sagacidad estratégica Chávez logró que se encontraran militares comprometidos con la idea de soberanía nacional con los explotados de siempre (es decir, trabajadores), los que quieren vender su fuerza de trabajo sin lograrlo nunca (es decir, desocupados crónicos), pequeños campesinos (conuqueros) ansiosos de tierras y doblemente explotados por arrendatarios y acopiadores, amplios sectores de la población expoliados por los grandes capitales en su condición de consumidores aprisionados en mercados cautivos sin ningún tipo de regulación estatal (del sector servicios, del crédito o el comercio) y hasta sectores menores de la burguesía local, expropiados por los grupos monopólicos hegemónicos, adueñados del control del Estado, en particular en las actividades conexas a la siempre rentable industria petrolera, corazón económico del país.

La potencialidad política de esta coalición social multitudinaria, sirvió para arrancarle palancas claves del poder estatal al bloque burgués-imperialista dominante en sucesivas batallas, pero no para socavar contundentemente sus bases económicas, aunque a lo largo de estos 17 años también allí sufrieron golpes duros, como, por ejemplo, en los varios millones de hectáreas de tierra rescatadas para los desposeídos. Pero fundamentalmente sirvió para que grandes masas pobres, antes marginadas en todo sentido, ingresen en la educación y en la acción política casi permanente, no sólo en los momentos electorales.

Este concepto de «democracia participativa» –devenido prontamente y al compás del ascenso político de las masas en el de «construcción del poder popular»– apareció como la forma de oposición frontal a la tradicional concepción del Estado burgués de «democracia representativa», constituyéndose así en el principal eje programático movilizador primero y en práctica social luego (los Consejos Comunales y las Comunas, autoorganización productiva de trabajadores) de una parte no desdeñable de la población, pero también en una línea demarcatoria al interior del chavismo, que sigue vigente, entre el reformismo que quiere «movilizar y organizar al pueblo desde el Estado» y los diversos sectores revolucionarios que por el contrario quieren que sea el «propio pueblo organizado quien se transforme en Estado». Como aquel dios de la mitología griega que tenía doble rostro, ambas posturas coexisten en el chavismo, se entrecruzan, confrontan –a veces con extrema dureza– y a la vez se unifican para evitar el retorno del régimen anterior. Desde la originaria conjunción de fuerzas heterogéneas el proceso bolivariano está marcado por esta impronta bifronte, que no siempre se expresa abiertamente ni siempre se posiciona a través de los mismos personajes. Pero en este punto la voluntad revolucionaria de Chávez inclinó siempre la balanza hacia el lado del «poder popular», hasta su último grito de «Comuna o nada». A diferencia de otros líderes de masas latinoamericanos, que siempre buscaron preservar al Estado burgués, la trayectoria del venezolano muestra lo contrario, que buscó todos los atajos y resquicios para desarmarlo, así como los fundamentos conceptuales para que las más amplias masas comprendan la necesidad de avanzar de sus demandas a un «estado benefactor» a su autoorganización para satisfacerlas, preservando en lo sustancial la unidad política del chavismo, como carta de triunfo decisiva. Aunque muchas veces su gestión gubernamental también haya quedado entrampada en las telarañas del estado burgués, agotado, desarticulado, pero todavía vigente y que como la maleza no deja de reproducirse, reciclado por los vientos del mercado capitalista y especialmente por su cultura piramidal del poder.

Es preciso hacer una tercera y última aclaración. Si es verdad que el problema central de toda revolución es el carácter del Estado, la actual crisis venezolana no hace más que ratificarlo. Por eso la resolución de la misma –el sabotaje económico burgués-imperialista, la violencia fascista y la social, la corrupción de un Estado en descomposición y un largo etc.– no encontrarán solución si no se termina de definir el carácter de ese Estado. Debe recordarse que la dualidad de tendencias antes señaladas quedó claramente plasmada en el texto constitucional del 99, donde se refleja la tensión existente entre las formas representativas de la democracia burguesa allí pautadas y las que novedosamente se introdujeron con miras a formas de ejercicio de la democracia directa, de la cuales en ese momento no había en el país antecedentes jurídicos y lo que es mucho más importante, ninguna práctica social previa.

Ahora es distinto. Hay un largo recorrido en este último terreno de práctica del «poder popular», bajo distintas formas. Con sus claroscuros, algunas muy genuinas, otras simples apéndices de aparatos burocráticos del Estado; algunas productivas, tanto agrícolas como urbanas, que se auto-sustentan; otras no, dependen de financiamiento estatal; algunas incluso reciben presiones de la burocracia estatal porque no se encuadran bajo sus lineamientos. Pero ninguna de ellas tiene expresión real en el aparato de Estado, a no ser mediadas por cuadros, más o menos comprometidos del PSUV y algunos pocos partidos pequeños aliados. Chávez intentó darles expresión con la fracasada reforma constitucional de 2007 (única elección que perdió por escaso margen) y fracasado ese intento hizo todo un rodeo jurídico creando las distintas leyes del Poder Popular. Pero ese andamiaje, si bien da legalidad al financiamiento que los organismos populares reciben del Estado y les da norma a su funcionamiento, de ninguna manera rompió las barreras que les permita incidir en las cuestiones más generales y trascendentes de las políticas de Estado, ni a nivel municipal, ni en los estados, ni mucho menos en el plano nacional. Esos elementos de poder nacidos en el curso del proceso revolucionario están limitados (y condenados) a actuar como elementos de presión sobre el aparato administrativo o legislativo del Estado a través de los «representantes electos», mucho menos sobre el judicial. Es cierto que la amplitud, asiduidad y tolerancia con que lo hacen en la República Bolivariana es mucho mayor que en cualquier otra república burguesa, pero no trasciende ese marco.

Debía esperarse, y así ocurrió, que la derecha se oponga frontalmente a cualquier intento de abrir un espacio decisorio de las políticas públicas a las fuerzas del Poder Popular. Si se opuso cuando estaba en retroceso, con mucha mayor razón ahora que está a la ofensiva, controlando uno de los poderes del Estado, la Asamblea Nacional, y cuando está lanzada a lograr mediante las «guarimbas» lo que cree será el asalto final, no sólo contra el gobierno de Maduro sino contra el proceso revolucionario, al que busca aplastar desde sus inicios. En verdad, aunque ahora intenta cobijarse bajo el manto de la Constitución Bolivariana vigente, invocándola para oponerse al legítimo llamado presidencial a la Constituyente, rechazó su aprobación en el referendo del 99, intentó derogarla de facto cuando asaltó el poder en las horas que duró el golpe de Estado y mientras fue minoría en la Asamblea impugnó todos los mecanismos que regulan a los Poderes públicos. La razón de este desconocimiento permanente de la derecha es entendible: aún bajo la forma republicana que conserva la actual Constitución, por los fines que se propone como Estado, por su contenido social, su salvaguarda de la soberanía nacional y el espacio que deja para la democracia directa resulta incompatible con un programa capitalista de gobierno, cualquiera sea la modalidad que este adopte. Si la derecha llegase a gobernar no tendría más opción que dejarla como letra muerta, desconociéndola de facto, o derogarla, jamás cumplirla. Utilizando el argumento que esta convocatoria es un atajo ideado por el gobierno para esquivar un cronograma electoral que le sería adverso –reproducido sin pudor político por algunos sectores que todavía se pretenden chavistas, bolivarianos o de izquierda– buscan dos objetivos, primero, ocultar ante la opinión pública (en particular la internacional) que la convivencia social está amenazada por una violencia que fue planificada y apadrinada desde uno de los poderes estatales, el de la Asamblea que controlan ellos, con el sostén del imperialismo; y segundo, mantener entrampado al pueblo en la mecánica electoral representativa para no abrirle el espacio a las fuerzas del Poder Popular, hijas legítimas de estos años de revolución y todavía marginadas del poder decisorio que se requiere para avanzar en la vía revolucionaria.

Nada indica que las fuerzas sociales mayoritarias que desataron el proceso revolucionario (trabajadores, comunidades sin trabajo, campesinos pobres, militares patriotas) renunciarían tan fácilmente a las conquistas de estos años ni a su práctica de intervención política, aunque la persistente guerra de desgaste a la que viene siendo sometido el pueblo haya sembrado escepticismo en grupos importantes de esos sectores sociales, que es el arma cultural con el que la derecha ha ganado espacio. La derecha no puede mostrar su real programa de brutal ajuste capitalista, porque inmediatamente a la poca credibilidad y arraigo que tienen sus dirigentes en los sectores más explotados se sumaría el repudio a esas políticas. Sólo la miopía política y la estrechez de mira pueden imaginar que las potencialidades de esas fuerzas sociales se evaporaran sin dar combate. El multitudinario núcleo más firme del chavismo, que en condiciones difíciles se moviliza una y otra vez en estos meses cruciales son prueba de la vitalidad que anida aún esas fuerzas.

La Constituyente apoyada en esas fuerzas sociales, que les abra espacio en la dirección del Estado, según las normas constitucionales vigentes y las que se aprueben y las leyes que las desarrollan, abre la posibilidad de superar uno de las mayores falencias de estos años: la falta de consolidación de fuertes organizaciones de masas, con vida política propia dentro de la revolución y convivencia democrática en su interior.

Si la dirección del proceso revolucionario no apuesta fuerte a este desarrollo, o algunos sectores políticos del chavismo imaginan que la Constituyente sea una herramienta para presionar a la derecha a una negociación a la que se ha negado hasta el momento, estarían cometiendo un grave error, que puede facilitar a la burguesía y el imperialismo infligir a la revolución la derrota que no pudieron todos estos años.

Es obligación de todos los revolucionarios de la región comprometerse en este combate. La derecha latinoamericana, sus burguesías y el imperialismo yanqui necesitan acabar con la Revolución Bolivariana porque si bien el Estado que se construido hasta el presente no es todavía el que necesitan las masas explotadas y oprimidas para consolidar la transición al socialismo y maniatarle las manos a la burguesía, tampoco es el Estado que le sirva a la burguesía para garantizar su hegemonía y asegurar que cumpla su papel en el proceso de reproducción del capital.

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*El presente texto es parte de una respuesta a un documento, se publica por el interés en todo lo que supera el propio documento original (al que se hace referencia). Enviado por el autor, el cual es un argentino que trabajó como internacionalista en Venezuela durante 15 años.

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